31.8.14

Días de sangre

Foto: Isa Sanz

No era falta de deseo sino pudor. Habría sido más rápido y fluido el tránsito de las miradas intensas y de los primeros contactos dérmicos al despojarse de las primeras prendas, pero ella se encontraba en mitad de ese momento en que el endometrio se colapsa y se convierte en una lluvia lenta y roja que muchas mujeres y más hombres tienen por repulsiva. Tanto, que ha sido imputada desde tiempos inmemoriales por la gestación de fenómenos funestos, culpada de naufragios, asociada a resultados culinarios indeseables. Ella no se hizo ese recuento histórico; simplemente sentía vergüenza de compartir con su amante nuevo esos flujos opacos y dijo “hasta aquí” cuando la desnudez le llegó a la cintura. Pero su propio deseo, mezclado con la ternura de él, le impidió resistirse ante los nuevos avances sobre su cuerpo. Cuando ya sólo tenía encima una prenda de ropa interior y la compresa que guardaba los desechos de su fertilidad, fue más tajante:

–Para –le dijo con brusquedad–. Tengo la regla.

–¿Y eso, qué? –replicó él, sin inmutarse–. No me voy a desmayar por ver un poco de sangre.

–Pero te voy a ensuciar –suplicó ella.

–No se puede hacer el amor sin mojarse con algunos de los líquidos de la otra persona –repuso él con una sonrisa–. Además, hace ya tiempo se inventó la ducha.

–Hay líquidos que es mejor no combinar.

–Sólo por razones de salubridad. Pero no creo que unas manchas de menstruación me contagien nada.

Y siguió sus avances amorosos y ella decidió permitirlos, y unos minutos más tarde se cabalgaban mutuamente, con el pudor tan abandonado como las prendas de ambos desparramadas en el piso. Culminaron, descansaron, volvieron a encenderse y a entregarse hasta que se quedaron dormidos. Al despertar, él se vio las manos, paseó la mirada por los cuerpos de ambos y soltó la ocurrencia:

–Pareciera que aquí no hubo un palito, sino un asesinato.

Ambos se rieron de la gracejada, y con el impulso sexual ya apaciguado procedieron a explorarse los cuerpos ensangrentados y no fueron felices para siempre, pero sí en los siguientes días y semanas y meses, y aprendieron a aplicar medidas de ingenio para copular cuando ella reglaba sin verse obligados a lavar después el colchón y las sábanas. A veces a ella se le descomponía el buen humor, pero pronto aprendieron que el sexo podía ser un buen remedio para repararlo y que en ocasiones un cólico feroz amainaba con el vaivén de los cuerpos. Eso habría durado tanto como el amor. Pero una noche él se topó con una negativa terminante y ríspida.

–¿Qué te pasa? –preguntó, lastimado y sorprendido.

–Es que esta mañana pasé por un puesto de periódicos y vi una portada horrible: la foto de una mujer asesinada. Si hacemos el amor se me va a venir esa imagen a la cabeza.

Él entendió y se quedaron ambos cabizbajos, sintiendo sobre sus hombros el peso de los seis cadáveres que deja, en promedio diario, la epidemia de feminicidios en el país. Hablaron de los abismos de zozobra, terror y sufrimiento ahogado de las víctimas. Sintieron náusea mientras trataban de imaginar las motivaciones de los homicidas: posesión insatisfecha, rencor al mundo, celos que se erigen en justificación monstruosa, ganancia monetaria del sicario. Repasaron los vericuetos de ministerio público, juzgado y procuraduría en los que se pierden expedientes y pruebas y en los que se extravían para siempre hasta los huesos de las sacrificadas: la matriz en forma de laberinto que gesta, de manera lenta pero inexorable, la impunidad. Recordaron, por último, que los responsables por omisión de la masacre de mujeres no están en la cárcel, sino gozando de jubilaciones inimputables, acariciando con amor las cabezas de sus nietos, yéndose de putas sin reparar en gastos, emborrachándose con dineros públicos. O bien, al frente de oficinas públicas, sentados en despachos relucientes, moviendo a México, como dice la propaganda.

Esa noche durmieron abrazados y el deseo durmió con ellos, y no despertó sino días más tarde, cuando los líquidos de ella habían vuelto a ser diáfanos, y en los siguientes dos o tres ciclos menstruales evitaron comedidamente despertar al demonio de la asociación. Así, hasta que una tarde, cuando se encontraba solitaria en su casa y melancólica por culpa de la regla, ella buscó en la lectura algún alivio. Fue al estante, tomó casi al azar una antología, releyó Piedra de sol y encontró en el texto de Octavio Paz unos versos que la llevaron a replantearse las cosas:

los dos se desnudaron y se amaron
por defender nuestra porción eterna,
nuestra ración de tiempo y paraíso,
tocar nuestra raíz y recobrarnos,
recobrar nuestra herencia arrebatada
por ladrones de vida hace mil siglos...

Lo llamó por teléfono, le expresó su urgencia de verlo, se puso más guapa que nunca, salió hacia el departamento de él, lo derribó en la puerta en cuanto le abrió y empezó a desnudarlo en el pasillo.

–Pero... pensé que estabas menstruando... –balbuceó él.

–Lo estoy –replicó ella–. Pero no vamos a permitir que esos feminicidas hijos de puta nos roben nuestro paraíso.

Y ya no lo dejó responder.

• • •


La relación murió de muerte natural unos meses más tarde, y uno de los dos me narró este asunto como parte de un recuento realizado a la luz adolorida y parda de la ruptura. Aquello era, me dijo, el mejor recuerdo que guardaba de aquella historia de amor. Y a mí se me ocurrió escribir esto:
Tu cuerpo calendario se deshoja
en ciclos de veintiocho madrugadas
y luego de las fértiles jornadas
sucumbes al fastidio y la congoja.

Sangras, pero al sangrar, qué paradoja,
a la vida conmueves y le agradas
y esos días, siguiendo tus oleadas,
la luna se aparece también roja.

En este manantial de tu organismo
el Fénix inmortal va reflejado
como líquida imagen de sí mismo

y al mirarlo comprendo emocionado
que la regla no es mancha ni es abismo
sino expresión fluvial de lo sagrado.


Dibujo: Vanessa Tiegs. "Menstrala" (2003)

1 comentario:

Unknown dijo...

Excelente Miguel mujer que no aprecia su menstruación como parte que la hace ser mujer no debería considerarse como tal...