19.1.12

Apuntes fluviales





Homero llamó Escamandro al actual Menderes Çay, que confluye con el Simois, o Dümuruk Su, en la meseta situada arriba de Truva, o Troya, en la Çannakkale turca. Según La Ilíada, Escamandro, que era también un dios, montó en cólera contra Aquiles cuando éste rellenó su lecho fluvial con cadáveres y sangre de troyanos para vengar la muerte de su amante Patroclo. Hoy en día, ese cauce de agua se dedica al negocio apacible de alimentar al Mármara con lodo.

¿Para qué sirve un río? Bueno, por ejemplo, para que subas a bordo de una gabarra y remontes el Sena desde París hasta la Isla de la Cuna, en los alrededores de Fontainebleau. Si aceptas la sugerencia, procura hacerlo a fines de junio, cuando la cofradía del jazz gitano se reúne allí para recordar al gran Django Reinhardt y para rendir un homenaje a la vida. Tal vez te quepa en suerte escuchar a Diego el Cigala, a Yuri Buenaventura, a Avishai Cohen... El trayecto será mucho más lento que si haces el viaje por carretera, pero ambas posibilidades ofrecen horizontes de gozo tan distintos entre sí como un orgasmo y un estornudo.

Los cauces de agua dulce le sirven al planeta para distribuir recursos, para horadar cañones, para desaguar glaciares, para albergar salmones, para brindar o denegar la fertilidad a ciertos territorios. Sería pertinente no arruinar  demasiado los mecanismos de ese sistema circulatorio cuyos ramales son, para nosotros, matrices de diversas maneras de la cultura: el Nilo, el Tigris, el Éufrates, el Volga, el Ganges, el Amazonas, el Támesis, el Yang-tse-Kiang, el Usumacinta-Grijalva, el Plata, el susodicho Sena...

De las muchas cosas tremendas que se han dicho y escrito acerca de los ríos, seguramente la más pesada es la que formuló Heráclito de Éfeso: “En los mismos ríos entramos y no entramos, pues somos y no somos los mismos”. Crátilo sintetizaría la inquietud por esa suerte de permanencia en el cambio, o cambio en la permanencia, que es la musculatura del tiempo: Panta rei, todo fluye. Un milenio más tarde, Francisco de Quevedo la plasmó en un manojo de sílabas conmovedor y acojonante: “lo fugitivo permanece y dura”. Se refería al Tíber, que amamantó a la Roma recién nacida, y que siglos más tarde convirtió el líquido nutricio en lágrimas para llorar la ruina de la ciudad eterna.

Aquel patizambo genial no tenía, por supuesto, la obligación de ver las cosas desde un punto de vista geológico, y qué bueno que no lo hizo; de otro modo, se habría dado cuenta que la génesis, el transcurrir y la muerte del Tíber son también suspiros de mosca en la danza lenta de los continentes. Tal vez se habría deprimido tanto que no habría podido escribir el soneto “A Roma sepultada en sus ruinas”.

Algunos pensamos que el Paraíso y el Infierno son hermosas mentiras. Así lo creía también, de seguro, el novelista gringo vigesimónico Philip José Farmer, quien inventó el paisaje más inquietante y divertido para un Más Allá. La premisa inicial de su (por supuesto) larga pentalogía El mundo del río va más o menos así:

Me muero; te mueres; ella y él mueren; todos los seres humanos adultos que en el mundo hemos sido morimos y un buen día resucitamos, todos al mismo tiempo, en las riberas de un río enorme y alambicado, rodeadas por altas montañas, cuyas laderas casi verticales las hacen infranqueables. Allí estamos, entre muchísimos otros millones de individuos, Jesucristo y David Ricardo y Moctezuma y Mahoma y Madame Récamier y Cristóbal Colón y la Reina de Saba y Alejandro Magno y Nelson Rockefeller y el Inca Roca y Juana de Asbaje y Stalin y Nefertiti y el templario Jacques de Molay y Marilyn Monroe y Juan Domingo Perón y Agustín de Hipona y Carlos Monsiváis y Piero Della Francesca y Amy Winehouse y Benito Mussolini y tú y yo. Todos resucitamos desnudos, todos a una edad predeterminada, y al lado de cada uno hay una toalla y una lonchera con un refrigerio. Ahora nos toca organizarnos para escudriñar y desentrañar los misterios de esa segunda vida –o de ese Aqueronte inesperado– , y en ello se van dos mil y pico de páginas de lo más amenas.

Qué sería de Mark Twain sin el Misisipí, de Apollinaire sin el Sena, de Claudio Magris sin el Danubio, de los Evangelios sin el Jordán, de García Márquez sin el Magdalena, del cante jondo sin el Guadalquivir. Qué sería de nosotros sin esos cauces que nos quitan la sed, nos dan de comer, nos permiten transportarnos, nos dan tema para escribir, pintar y hacer música y danza, y nos obsesionan con su emulación de la vida y el tiempo: “Nuestras vidas son los ríos / que van a dar a la mar / que es el morir...” (Manrique)

Dicen que por las aguas del Grijalva bajaban los mercaderes itzaes, fenicios de Mesoamérica, hacia el golfo de México, en la culminación de largas travesías terrestres y fluviales que rodeaban la Península de Yucatán: entraban por el Río Dulce al altiplano de la Guatemala actual, se trasladaban por tierra hasta las riberas del Usumacinta y luego, río abajo, entroncaban con el que en aquellos tiempos se llamaba Río Tabasco. Por él se internó el navegante español Antón de Alaminos y en su desembocadura sobre el Golfo se fundó Santa María de la Victoria –frente a la actual población de Frontera–, que fue durante un tiempo la principal urbe tabsaqueña. La dificultad para defender la villa de los ataques de los piratas llevó a su abandono y a la fundación de San Juan Bautista, hoy Villahermosa.

Dicen que en en las postrimerías del siglo XIX esa vía fluvial era muy transitada por barcazas cargadas de maderas preciosas, pieles de cocodrilo, plátano, goma y chicle, y que de allí eran enviadas a los puertos remotos de Nueva Orleáns y Marsella, y que los navíos hacían el viaje de vuelta lastrados con teja francesa y vestidos manufacturados en Nueva Inglaterra. Dicen que hasta el río de los mayas se hizo llegar un barco de paletas procedente del Misisipí, y que fue destinado a cubrir el trayecto río arriba Frontera-Villahermosa, y luego de regreso. Dicen que por el Grijalva llegaron a la región el gusto por el beisbol y los ritmos musicales de la Norteamérica negra.

También cuentan que un buen día se descompuso la draga que se encargaba de desazolvar el río para permitir el tránsito por él de embarcaciones de tamaño medio, y que en vez de repararla se decidió hundirla frente a Frontera, y que con ello la vía navegable se echó a perder para siempre. O casi.

Algo similar ocurrió con el Papaloapan, que tras ser una importante vía de comunicación a través de tierras poblanas, oaxaqueñas y veracruzanas –por algo, las principales poblaciones de la cuenca son ribereñas– dejó de ser navegable por la deforestación y la contaminación, que provocaron la elevación de su fondo.

Lo peor que se le puede hacer a un río, aparte de matarlo, es convertirlo en guardián de nuestros territorios, en sucedáneo acuático del alambrado de púas, en ahogadero de migrantes.

Dicen que cuando Quetzalcóatl abandonó Tula navegó el Coatzacoalcos en una barca fabricada con pieles de serpientes y que al llegar a la desembocadura se perdió para siempre (o no tanto) en el mar.

Dicen que la música sinfónica es marina y que el blues es fluvial, y que Escamandro era un príncipe cretense que colonizó Frigia. Actualmente, su homónimo sigue muriendo instante tras instante en el extremo sur del Mármara.



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