15.7.10

El último suspiro
del Conquistador / XLV


Jacinta recorrió con una mirada impúdica a la doctora Contreras y se la imaginó desnuda: hombros huesudos, unas tetitas flácidas y a media asta, y unos muslos morenos y correosos con venas resaltadas. Quería pensar en cualquier cosa menos en la extraña circunstancia que la rodeaba. En el viejo coche de su amigo Manuel había hecho el viaje desde el sur de la ciudad hasta Zacatenco y se había visto conducida por el viejo científico por un dédalo de pasillos y escaleras hasta que desembocaron en un laboratorio anticlimático: no era la instalación reluciente y luminosa que esperaba, sino una aula larga, acondicionada para albergar aparatos de medio millón de dólares, puestos en mesas largas de madera erosionada. El cromatógrafo de gases ni siquiera ocupaba el lugar central, sino que había sido dispuesto al final de una hilera de puestos de estudio austeros, y no era la máquina de la NASA que ella se había imaginado, sino una caja de metal que, de no ser por el manojo de tripas plásticas que brotaba de su costado y por la computadora de modelo antiguo que tenía adosada, bien habría podido pasar por un horno de pizzería.

Habían transcurrido cinco días desde que a Eduviges, su madre, la declararan en estado de muerte cerebral, pero Jacinta no acusó el golpe. Cuando salió del pequeño cubículo en que el médico le dio la noticia, se sorprendió de su propia entereza, y entonces cayó en la cuenta de que, en su adolescencia, había llorado la muerte de su mamá en forma anticipada, con lágrimas de rabia por la pasividad asombrosa de Eduviges. Se le había muerto adentro mucho antes de que llegara al sanatorio con un cuadro de derrame cerebral. Pero la voz de la doctora Contreras interrumpió sus recuerdos:

–Esto no es tan sencillo como usted podría suponer –le dijo, mientras examinaba con desconfianza el frasco que la muchacha le había entregado momentos antes–. Primero, debemos hacer mediciones sobre la composición, el espesor y el grado de difracción de la luz en el material de este frasco. Es antiguo, ¿verdad?

–Mucho –dijo Jacinta con desgano.

Desde antes de las presentaciones, Manuel había fraguado una coartada plausible para el experimento: Jacinta era una arqueóloga que pretendía analizar sustancias vegetales empleadas en los rituales indígenas realizados en las décadas posteriores a la Conquista.

* * *

Tras haber sido detenido, golpeado y violado por los efectivos de una corporación municipal de una localidad veracruzana, Rufino vio su camino claro: tenía que abandonar al hombre que amaba antes de ser abandonado por éste; sería mujer, así fuera a contrapelo del mundo y de su propia anatomía, y en lo sucesivo ella, Rufina, desempeñaría el papel de la patrona en los asuntos del amor. Y no lo haría para someter, sino para protegerse.

* * *

A lo largo de su carrera, Sánchez Lora había desarrollado reflejos y trucos para colocarse a un lado de donde se daban las órdenes, y atestiguó todo. El comandante de la agrupación policial, alarmado ante la idea de provocar una confrontación con heridos, llamó por la red al secretario de Seguridad Pública y le explicó que la misión que le habían encomendado no tenía pies ni cabeza, y que por asegurar a un difunto sus hombres se arriesgaban a provocar otros cuatro, o más. Pero el secretario fue inflexible:

–Si no lo dejan sacar el féretro, rómpales la madre.

Por su lado, y sin tener idea de esa gestión, uno de los funcionarios del área cultural del gobierno, atrapado en el desorden creciente que ocurría en el zaguán del Museo de la Ciudad, pensó que era imprescindible detener aquello que iba camino a desastre político; se armó de valor y marcó el teléfono del secretario particular del Presidente de la República.

–Pásamelo –le dijo, sin más preámbulo, en cuanto le contestaron–. Aquí se está armando un desmadre innecesario.

–Espérame –le respondió el secretario particular al otro lado de la línea–, que el Presidente está en un brindis privado.

Al cabo de unos segundos que le parecieron una eternidad, el funcionario escuchó en su celular una voz lastrada por cargas etílicas:

–No vamos a claudicar en la defensa del estado de derecho. Cumpla con sus instrucciones y demuestre su compromiso con México.

Afuera del edificio histórico, el comandante vacilaba. El inmueble le imponía respeto y no se atrevía a dar el siguiente paso, que era ordenar el disparo de latas de gas lacrimógeno hacia el interior. En el patio de la antigua casa de los marqueses de Calimaya, los asistentes, previendo un asalto policial, desmontaron las coronas fúnebres de los palos dispuestos en forma de “A” que les servían de soporte. La confrontación era inminente. El comandante decidió ganar tiempo y le dijo a uno de sus subordinados:

–A ver, tú. Consígueme un ejemplar del Diario Oficial, para que se enteren estos pendejos.

–¿Y de dónde saco un Diario Oficial a estas horas? –preguntó el aludido.

–¡Dos semanas de arresto si no me lo traes en media hora! –rugió el jefe policial. El interpelado abandonó el lugar a toda prisa.

* * *

En algún momento de su eternidad nublada comprendió que el transcurrir del tiempo es una ficción y que los minutos, las horas, los días, los años y las décadas, sólo sirven para ordenar nuestros acontecimientos, pero que el pasado y el futuro son nombres de lugares de un presente vasto y eterno en donde todas las cosas ocurren en forma simultánea.

* * *

El café recién hecho desvaneció en el organismo de Andrés los efectos del desvelo y la resaca física y moral. O tal vez habría sido el chapuzón con objetivo suicida en las aguas del canal Saint Martin, de las que emergió purificado y recargado. Tras apurar la bebida caliente, se levantó con impaciencia a ver si su celular ya tenía algo de pila. En efecto, el aparato había ya recobrado un mínimo de conciencia, la pequeña pantalla estaba encendida y en ella figuraba una llamada perdida. Era de Jacinta.

* * *

Al esclavo Garcí le pareció un honor la propuesta de Tomás: prestar su cuerpo para que reencarnara, en él, el espíritu de Don Hernán Cortés. Tras solicitar la aprobación del zombi, el almero tuvo todo listo para el intento. Había ideado un ingenio rústico, compuesto en lo sustancial por un pellejo de vino, un fuelle y un pedazo de caña, para expulsar el alma del frasco en el que se encontraba prisionera e introducirla por una de las fosas nasales de Garcí. Finalmente, Tomás, que era un hombre bueno, verificó que tenía a mano un frasco vacío y limpio para captar el alma del esclavo. Le preocupaba la sincronización necesaria en el instante de la muerte, pero no se arredró.

–No es mi propósito que sufras –le dijo al zombi– ni que tu esencia se pierda en la nada. Bebe esto.

Y entregó a Garcí una pequeña jícara con una infusión de hierba del sueño.


(Continuará)

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