8.1.09

Algunos de sus nombres

Annelies Marie Frank y Safa Ra’d Abu Saif


En estos días he enterrado, en un directorio del disco duro al que puse por nombre “Gaza”, 104 fotos de niños palestinos reventados. Las hallé en páginas electrónicas de diarios, revistas y canales de televisión. Son variadas: con o sin nombre, con o sin historia, en blanco y negro y a color, en primer plano o como panorámica enmarcada por tíos y abuelos desolados; descarnadamente forenses, la mayoría, e incrustadas de manera absurda entre noticias del rompimiento del protocolo de la Casa Real por la flamante ministra de Defensa de España (en una recepción oficial pantalones en vez de vestido largo), sobre la cosa del gas entre Rusia y la Unión Europea y sobre el suicidio del multimillonario alemán Adolf Merckle, quien debido a la crisis económica enfrentaba el grave riesgo de cambiar su automóvil automático por uno de transmisión manual.

El 29 de diciembre recién pasado los hermanos Al-Absi (Sodqui, de cinco años; Ahmed, de 14, y Mohamed, de 12) murieron en el interior de su casa, en Rafah, por los efectos de un misil aire-tierra disparado desde una aeronave israelí. La misma suerte corrió ese día, en Jabaliya, Dena Ba’losha (cuatro años). Al día siguiente un proyectil semejante acabó con la vida de Lama y de Haya Talal Ramadán, dos hermanas de cuatro y 11 años que vivían en Beith Lahiya.

El mundo sigue su marcha, pese a todo: las corbatas Giorgio Armani se siguen vendiendo en las tiendas selectas y algunos dignatarios ilustres le exigen a Hamas que asuma su responsabilidad por la masacre y reivindican el derecho de Israel a la legítima defensa. El destacado filósofo André Glucksmann nos ilustra al respecto: “todos los conflictos son por naturaleza desproporcionados” y “si los adversarios llegaran a un acuerdo sobre el uso de sus medios y los fines que reivindican, dejarían de ser adversarios”. Así pues, no debe echarse mano, ante este episodio, del pensamiento incondicional y, antes de justificar o de aplaudir el asesinato de niños, es preciso examinar las condiciones específicas de cada caso. El problema de esa lógica es que, si bien en lo inmediato concede la razón a Ehud Olmert, a Tzipora Livni y a Ehud Barak, se la da también, en retrospectiva, a Adolf Hitler y a su gobierno en su desempeño ante el alzamiento del gueto de Varsovia. ¿No importa?

Cuando la invasión terrestre en gran escala se sumó a los bombardeos aéreos y navales de Gaza, Al Jazeera (la revista) consignó: “El segundo acto de la carnicería ha comenzado: un poder de fuego abrumador desde tanques, artillería y aviación está matando mujeres y niños en forma indiscriminada”. Hay razones para pensar que la masacre de inocentes empezó mucho antes. Por ejemplo, Safa Ra’d Abu Saif, de 12 años, murió el primero de marzo del año pasado (el mismo día en que Álvaro Uribe perpetraba una masacre en territorio ecuatoriano) en Jabaliya. La niña soñaba con estudiar leyes y dibujaba paisajes a lápiz porque no tenía dinero para comprar pinturas. Hacia las cuatro de la tarde escuchó explosiones, se asomó a la ventana de su casa y fue cazada por francotiradores israelíes. Un proyectil le perforó el pecho y le causó una hemorragia interna. “No puedo respirar”, se quejó la niña. La ambulancia de los paramédicos que pretendieron llegar hasta donde vivía Safa fue tiroteada por los soldados de Israel; con un camillero herido y las llantas reventadas, el vehículo se quedó a unos cientos de metros de la pequeña lesionada que agonizó durante tres horas. Quiero saber cómo eran sus dibujos. Algún día hallaré reproducciones, las imprimiré y las intercalaré entre las páginas del diario de Ana Frank.

Niños muertos de Gaza: en este mundo atenazado por los quebrantos millonarios y por la anorexia de Angelina Jolie, las partidas de ustedes no conmueven a los poderosos. Además la consternación y la rabia son de mal gusto y políticamente incorrectas: de nada sirve explicar que cuando uno repudia a un asesino no está descalificando, con ese acto, su afiliación religiosa, y que ante la comisión de un crimen resulta irrelevante que el criminal sea judío, musulmán, budista o cristiano. Dicen los que sí saben que ustedes, niños muertos, no son ni siquiera los árboles que no dejan ver el bosque de este conflicto sino, acaso, las hojas que no permiten apreciar las ramas: es decir, irrelevantes, anecdóticos y absolutamente colaterales. Y afirman que los carapintadas israelíes arrojan sobre ustedes misiles aire-tierra, bombas de racimo, munición naval, proyectiles de mortero, granadas y balas simples no por el gusto elemental de matar niños, sino porque quieren erradicar los ataques a Israel con cohetes Kassam lanzados desde la franja de Gaza.

Cuando tenía cinco meses de nacido, el bebé Mohammed Naser Al-Bura’i fue muerto en su cuna, una hora después de haber tomado el pecho materno, por los tripulantes de un cazabombardero F-16. Ocurrió la tarde del 27 de febrero de 2008, cuando los aviadores israelíes demolieron a bombazos una casa sospechosa de albergar terroristas y arrasaron, de paso, con la vivienda de la familia Al-Bura’i, situada enfrente. Un día después, el 28, en Jabaliya, Omar Hussein Dardouna, de 14 años, y dos amigos suyos cuyos nombres no encuentro, perdieron la vida cuando jugaban futbol, al ser alcanzados por misiles disparados desde un avión israelí de reconocimiento. Los cuerpos de los tres quedaron irreconocibles y otros menores resultaron heridos en el ataque.

Los defensores de Israel poseen helicópteros Apache con visores de visión nocturna, tanques Merkava dotados de cañones de 120 milímetros y cazabombarderos F-16 capaces de llevar, cada uno, una carga de explosivos de alta potencia equivalente al peso conjunto de 200 niños palestinos. 87 menores muertos, era el dato que presentaba la televisión francesa a comienzos de esta semana como resultado de los ataques israelíes sobre la franja de Gaza. 237 fallecimientos de niños, dijo Al Jazeera el miércoles. Ciento treinta y tantos, se ha afirmado por ahí. A ojo de buen cubero, un solo F-16 tiene la potencia suficiente para transportar todos esos cadáveres fuera de nuestra vista y lejos de nuestro desayuno. Y es que ustedes, infantes palestinos muertos, son incómodos, inquietantes, azarosos y tan indeseables como lo fueron mientras vivían. Rudeina, de cuatro años; Mu’sad, de 12 meses; Saleh, de cinco años; Salsabeel Maged Mohamed, de año y medio; Khaled Maher, de siete, asesinado en Nablus en 2004; Jakleen, de 17, muerta en Gaza de un tiro en la cabeza; pequeña Iman, descuartizada en Khan Yunes en 2001, cuando no había llegado a los cinco meses de vida; Hana (3), muerta en abril pasado en Gaza; Eyad (16), Belal (13), Amira (20 días de nacida), Ali Munir (7), bebé Malak, Salwa (14), Dena (4), Jawaher (8), Samer (12), Ekram (14) y Tahreer (16) Anwar Ba’losha, Huda Shalof (11 meses)... Faltan muchos nombres pero, sobre todo, faltan muchos niños.

El ejército israelí tiene aviones supersónicos y tanques con equipos electrónicos y submarinos y bombas atómicas y armas ultraprecisas y el mejor servicio de inteligencia del mundo, el cual tendría que explicar a los operarios de las armas las diferencias morfológicas entre un misil Kassam y un organismo humano en proceso de crecimiento. Ante ese poderío no hay nada que hacer cuando no se dispone de más armas de destrucción masiva ni de otros objetos punzocontundentes que un teclado de computadora. O sí: juntar y escribir, niños palestinos muertos, sus nombres, algunos de sus nombres.

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