9.11.04

Acerca de Fallujah


Una bomba de 500 libras sería providencial para desintegrar el cascarón de automóvil que lleva un año abandonado en la esquina de mi casa y se ha convertido en basurero y refugio de perros callejeros sarnosos. Lo malo es que también desaparecerían de la faz de la tierra la miscelánea La Reyna, la casa de mi vecino, el tornero, con todos sus habitantes, y el puesto de baratijas de plástico que atiende un señor en silla de ruedas; además, la detonación causaría daños graves en la verdulería de la contraesquina, echaría a perder los productos de la mercería adyacente, derribaría parcialmente la bodega automotriz que se encuentra calle arriba y posiblemente provocaría el desmoronamiento parcial o total de los 60 metros cuadrados de la losa de nuestra vivienda, proyectada por Fernando y colada con tantos trabajos por Felipe, José Nicolás y Erasmo. Esa plasta de concreto amoroso y protector se volvería un montón de fragmentos letales que nos conducirían a Virginia, a las niñas y a mí al hospital o a la morgue, y vendrían algunos fotógrafos a consignar nuestro infortunio mutilado entre trapos sucios de tierra y sangre, tal vez con el propósito encomiable de resumir para el mundo la barbarie en unas imágenes que me vinieron a la cabeza, en grado de fantasía masoquista, esta mañana, cuando observaba las calles de mi barrio populoso surcadas por microbuses imprudentes y remontadas por una horda de peatones: jóvenes mamás con prisa, niños despistados camino a la escuela, señoras robustas y risueñas y señores maduros versados en el arte de aparentar sabiduría.

Del otro lado del mundo empezaba el asalto a Fallujah. Ahora los pájaros de Bush están depositando sobre esa localidad iraquí unos huevos de muerte de 500 libras que, por lo que he podido leer, están un poco sobrados para la tarea de suprimir terroristas. Dicen que las mujeres y los niños han escapado ya de la ciudad, pero los diarios presentan fotos de terroristas abatidos muy convicentemente disfrazados de bebés o muchachas impúberes. Arriba de los cadáveres frescos los cazabombarderos F-16 rompen la barrera del sonido y los C-130, más lentos, vuelan en círculos, como zopilotes, ametrallando todo lo que se mueva. En el barrio de Julan los defensores de la ciudad responden, según Al Jazeera, “con todo lo que tienen” al avance de los soldados estadunidenses, apoyados a su vez por tanques y helicópteros. ¿Qué puede ser “todo lo que tienen”? ¿Fusiles de asalto y uno que otro lanzador de granadas? ¿Revólveres? ¿Bombas molotov, cuchillos, ollas de aceite hirviendo, repuestos de automóviles convertidos en armas arrojadizas? ¿Estarán al fin los soldados de la libertad a punto de descubrir, en el corazón de Fallujah, la naturaleza de las armas de destrucción masiva que amenazan al planeta?

El principal hospital fue cercado por los marines, luego las fuerzas iraquíes se acercaron sin disparar un tiro y, como primera medida, destruyeron las ambulancias estacionadas afuera. Ya en el interior de la construcción, derribaron a patadas las puertas, arrojaron a los enfermos al piso y los arrastraron, junto a los miembros del personal, hacia las salas de espera. Esposaron a medio centenar de pacientes y se llevaron presos a los médicos y al resto de los empleados. Ahora la población de Fallujah sólo puede acudir a una pequeña clínica mal equipada y atendida por cinco médicos y otros tantos asistentes.

El premier Allawi y el presidente Bush exigen a los habitantes de Fallujah que entreguen a Abu Musab al-Zarqawi, vinculado a Al Qaeda, y a sus seguidores, pero los residentes afirman que ese terrorista jordano no se encuentra en la ciudad. La Shura (Consejo) local pidió a la comunidad internacional que haga algo para detener el ataque. Lo único que se me viene a la cabeza como respuesta insignificante a ese llamado es imaginar el destino que correría mi barrio pobre si el presidente de Estados Unidos descubriera, o inventara, que el terrorista más buscado del mundo se esconde aquí, y como consecuencia las bombas de 500 libras empezaran a llover por las calles, y el hormigueo matinal de la gente se volviera de pronto un paisaje de cráteres, carne humana chamuscada, libertad, paz y democracia.

Todos los días unas señoras amables pasan por mi cuadra y tocan en cada casa para invitar a sus habitantes a leer la Biblia. Siempre declino su oferta, pero ayer tuve el impulso de acudir a ellas para exponerles un grave dilema: Bush dice que Dios inspira su pensamiento y sus actos y si está en lo cierto, debemos considerar seriamente la posibilidad de que el Altísimo se haya vuelto loco. Pero he preferido adoptar la tesis de que el presidente del país vecino sufre una severa confusión, cerrar el pico y evitar a mis vecinas una agitación espiritual innecesaria. Por ahora mi barrio es un sitio más o menos apacible.

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