3.6.03

Falta de modales


Las políticas antimigratorias son, en general, abominables, porque coartan la lucha por la sobrevivencia de seres humanos sin recursos, porque impiden el ejercicio de una de las pulsiones más antiguas y arraigadas de la especie --el nomadismo, el viaje, el movimiento--, porque agravian la libertad de tránsito y porque son casi siempre racistas y clasistas: quien disponga de una cuenta millonaria en dólares, ya sea cantante, industrial o narcotraficante, tiene muy pocas probabilidades de enfrentar humillaciones de extranjería en un aeropuerto o una frontera terrestre. En cambio, los cientos de millones de desheredados que sobreviven como pueden la intemperie de la globalización económica se las ven cada vez más negras para mudar de país cuando el suyo, de origen, se les acaba o incendia. Eso es: impedirles el movimiento en tales circunstancias equivale a prohibir la salida a quienes quedan atrapados en un edificio en llamas.

Las estrategias antimigración de los países ricos son variadas y muy imaginativas. La alemana no logra ocultar su inspiración racista y niega la nacionalidad a bebés nacidos en territorio alemán que no sean, además, hijos de alemanes. Hace un año el gobierno austriaco decretó que todos los residentes extranjeros que no sean ricos o influyentes están obligados a aprender alemán. Holanda, tan permisiva en cosas de sexo y mariguana, estableció la expulsión inmediata de los solicitantes de asilo que ingresen al país sin documentos de identidad, como si fuera siempre posible conservar el pasaporte en medio de una persecución política en Sierra Leona. Las autoridades italianas se arrogaron el derecho automático de expulsar de su territorio a todo extranjero que se quede sin trabajo. Y así por el estilo.

En ese museo de horrores, las políticas antimigratorias estadunidense y española son de las más desvergonzadas e irritantes: la gringa, porque Estados Unidos es un país construido por inmigrantes; la española, porque España es una nación de emigrantes.

Se ha vuelto un lugar común, en el caso de Estados Unidos, el recordatorio de que ese país no sería ni la sombra de lo que es si no tuviera a sus irlandeses, sus italianos, sus griegos, sus mexicanos, sus cubanos, sus rusos, sus africanos, sus paquistaníes, sus chinos y sus coreanos, entre muchas otras comunidades surgidas de la inmigración. Si Washington practicara sin hipocresía los controles fronterizos --que no se ejercen para impedir la llegada de personas de todo el mundo, sino para presionar a la baja los salarios de los indocumentados o para chantajear a las naciones expulsoras de mano de obra, o para satisfacer las fobias y las paranoias de los anglosajones menos ilustrados-- no sólo sacrificaría el dinamismo social y cultural del país (del cual posiblemente Bush no tenga la menor idea), sino también la competitividad de su industria y agricultura.

En cuanto a España, la más reciente reforma aznarista a la Ley de Extranjería (23 de mayo), que según El Mundo “potencia los procedimientos de control y expulsión de inmigrantes ilegales”, no sólo es un atropello a los derechos humanos, sino que constituye una ofensa a las buenas maneras. Muchos latinoamericanos resultan afectados por las nuevas disposiciones, adoptadas tanto en función de los acuerdos de la Unión Europea como de intereses electorales del Partido Popular, cuya directiva, a lo que puede verse, no sabe que del otro lado del Atlántico millones de españoles han encontrado destinos de refugio, bienestar y afecto.

Desde tiempos de las independencias, a nadie en su sano juicio se le ocurre en América Latina coartar o perseguir a los españoles de cualquier signo: franquistas o republicanos, artistas o tenderos, científicos o industriales, hombres o mujeres, gallegos o sevillanos, curas o cantineros. Han sido recibidos con los brazos abiertos, han aportado y se han beneficiado. En la actualidad el gobierno de Madrid calcula que casi 2 millones de ciudadanos españoles residen en forma permanente en el extranjero y buena parte de ellos vive en República Dominicana, Ecuador, Colombia y otros países latinoamericanos a cuyos migrantes se persigue y acosa, hoy día, en tierras españolas. Y aunque las víctimas no sean latinoamericanas, sino tunecinas, marroquíes o ghanesas, la renovada fobia del gobierno español contra los migrantes, más que una práctica violatoria de los derechos humanos y más que una injusticia, es, también, una vulgaridad y una carencia de modales.

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