29.1.02

Palestinos


La extinción y el exterminio pueden ser, para cualquier pueblo, posibilidades interesantes de desarrollo: cientos o miles de años después se hablará de los misterios que dejó esa gente a su paso por el mundo, se le dedicará museos y simposios, se filmarán películas plagadas de errores y anacronismos, y se generarán muchas fuentes de empleo para arqueólogos, historiadores, novelistas históricos y charlatanes. Por si eso fuera poco, hay que considerar que cualquier tentativa de preservarse ante el paso del tiempo es, a largo plazo, completamente inútil, y que en cosa de cinco siglos, a lo sumo, no existirá ninguna de las sociedades contemporáneas y ninguno de los Estados actualmente constituidos. También puede añadirse, por si esas razones no bastaran para disuadir cualquier intento de resistencia, que, en rigor astronómico, las cosas acabarán mal, y que esta pelota sobre la que vivimos, comerciamos, hacemos la guerra, el amor y la filosofía, terminará achicharrada e inerte cuando nuestra enana amarilla se convierta en una gigante roja y acabe los más sólidos y sublimes afanes de perdurar que haya plasmado la especie humana.

Pero no es fácil persuadir a la gente de que se abstenga de amar, de criar hijos, de comer, de trabajar, de pelearse y de buscar condiciones de protección y preservación para el individuo y para la tribu. Tal vez si acatáramos las implicaciones del escenario cósmico no nos quedaría más remedio que pedir pizzas a domicilio y encerrarnos a esperar una muerte rápida y onanista. Puede ser que ese impulso a ir en contra de la entropía haya mantenido a las sociedades actuales, incluida la palestina, en los diversos y contrastados canales de la resistencia para persistir: la ideológica, la militar, la económica, la cívica y, a veces, la del ejercicio del terrorismo. Los palestinos tuvieron una primera oportunidad para resignarse a la extinción --y ahorrarse cualquier angustia ontológica que pudiera generar la basura cósmica-- cuando Israel y Occidente establecieron su inexistencia: en el antiguo protectorado inglés no había ningún pueblo con rasgos singulares distintos de los de los árabes en general; por ello, bien podían ser expulsados hacia naciones vecinas, en las cuales tendrían garantizada la asimilación, o convertirse en “árabes israelíes”. Los palestinos fueron sometidos a una lógica semejante a la que se abatió sobre los gitanos en España a fines del siglo XV, cuando los Reyes Católicos emitieron la pragmática de Medina del Campo: tenían derecho a vivir, siempre y cuando dejaran de ser gitanos.

Por el contrario, al igual que los judíos, los gringos, los mexicanos o los rusos, y a pesar de ir contra la escatología cósmica, los palestinos se han empeñado, durante la segunda mitad del siglo pasado y lo que va del presente, en construirse instituciones que no son ni jordanas ni israelíes ni sirias sino palestinas.

La idea de fundar un Estado propio puede parecer una gran necedad cuando se le contrasta con el sinsentido de la existencia en general, con la burocracia y la corrupción que afloran desde ahora en las incipientes entidades palestinas o con las dificultades de hacerlo cuando se tiene en contra la voluntad del gobierno de Estados Unidos y también, para colmo, la del vecino Israel. Pensándolo bien, si no fuera por veleidades como ésa, habríamos podido permanecer indefinidamente en el paraíso terrenal, trepados a los árboles y jugando con plátanos, sin sentido de historia ni de ética, sin percepción del tiempo y sin más instrumental para derramar sangre del prójimo que una quijada de burro.

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