19.10.99

Agua y barrotes


En1629 la Ciudad de México vivió la inundación más grave de su historia. Las crónicas de la época consignan que, entre otras muchas edificaciones, se anegó el Palacio de la Inquisición, en cuyos sótanos se encontraba prisionera --desde 40 años antes-- Juana de Carbajal. Ninguna fuente lo dice en forma explícita, pero se infiere que esta mujer, cuyo único delito era provenir de una familia de judaizantes, pasó varios días o varias semanas con el agua a la cintura, si no es que al cuello. Ese mismo año, y ya seca, fue quemada en la Plaza del Volador. Juana llegó a la tierra para vivir entre el acoso del agua y el abrazo del fuego, y de éste sus cenizas pasaron al aire. La concatenación de elementos no basta, por supuesto, para endulzar una atrocidad que seguirá resonando en la historia a pesar de los siglos transcurridos.

Esto me viene a la memoria con las imágenes de los presos del penal de Villahermosa, quienes llevan en remojo ya más de ocho días, porque el fin de semana antepasado las aguas del río Carrizal inundaron la prisión, desde entonces se niegan a abandonarla y mantienen a los reclusos sumergidos de la cintura para abajo. Lo extraño no es que los reos se hayan amotinado en tres ocasiones desde entonces, sino que a nadie se le ocurra sacarlos de ahí o, en su defecto, achicar el agua.

Puede parecer estrafalaria la preocupación por la suerte de unos delincuentes empapados en momentos en que numerosas comunidades formadas por ciudadanos honestos sobreviven a la intemperie, al hambre, a la sed, al acecho de las epidemias, al agua sucia omnipresente y a la amarga perspectiva de un futuro inmediato sin casa, sin animales, sin cosecha, sin muebles o sin los parientes inmediatos que fueron devorados por el lodo.

En circunstancias de emergencia como la actual, es lógico que haya prioridades para el auxilio a la población y que se deje para el final el rescate de unos criminales puestos a macerar por una catástrofe de la que nadie tuvo la culpa. La idea misma de un operativo de traslado masivo de los reclusos a sitios menos húmedos plantea difíciles problemas de logística y seguridad en situaciones normales, y tanto más en la presente. Así, con estos despojos de la sociedad que no le importan más que a sus familiares no queda más remedio que dispararles, así sea con balas de sal, cada vez que se sublevan y a esperar que las aguas se vayan por donde vinieron antes que los reos terminen de morirse de pulmonía, de infecciones, de sueño, de hambre y sed o de pura exasperación.

Curiosa manera, ésta, de inculcar la piedad entre quienes han carecido de ella, de fomentar la responsabilidad social entre quienes la ignoran y la quebrantan, de negar una oportunidad de vivir a quienes fueron orillados a la delincuencia por la falta de oportunidades laborales, sociales y afectivas.

Es del conocimiento popular que la inmersión prolongada reblandece los músculos y la voluntad. Pero si esos presos de Tabasco siguen sumergidos en su propia sopa de delincuentes sin nombre, ello será expresión de un endurecimiento social trágico y temible, y después de su agonía o de su muerte no habrá toalla capaz de secarnos la conciencia. *

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