17.9.13

Expropiación del grito



A partir del fraude perpetrado en la elección presidencial de 2006 por Vicente Fox, Elba Esther Gordillo, Luis Carlos Ugalde y otros, y de la imposición de Felipe Calderón en Los Pinos, la ceremonia del Grito de Independencia del 15 de septiembre se convirtió en un escenario de confrontación y disputa entre el poder oligárquico y sectores sociales organizados y movilizados. En aquel año, con el Zócalo capitalino ocupado por el plantón en apoyo a Andrés Manuel López Obrador –despojado haiga sido como haiga sido de su triunfo electoral–, Fox se empecinó en encabezar, en ese mismo espacio, el ritual. A la postre el plantón fue levantado en vísperas del desfile militar, el guanajuatense terminó cediendo y se fue a gritar a Dolores Hidalgo, y la ceremonia en la ciudad de México fue presidida por el entonces jefe de Gobierno capitalino, Alejandro Encinas, quien dio el grito desde el balcón del Palacio del Ayuntamiento.


En los dos años siguientes el lopezobradorismo convocó al Grito de los libres, los primeros de ellos realizados en el propio Zócalo. Fueron memorables los intentos del calderonato por acallar a los disidentes mediante potentes equipos de sonido y shows de clara manufactura televisiva. A propósito de eso, de unos años para acá se han invertido los papeles: de un evento institucional que la televisión se encarga de transmitir, se ha pasado a la producción, desde el poder público, de una escenificación apta para ser transmitida.


Calderón terminó su sexenio mal habido en medio de un baño de sangre y de corrupción, y con la opinión en contra de la mayor parte de la gente. El año pasado, tras el surgimiento de #YoSoy132, no podía irle bien en la ceremonia del 16 de septiembre. Y no le fue: hay que acordarse de aquel rostro desencajado y aquella mirada perdida con la que el michoacano hubo de observar y escuchar, desde el balcón presidencial de Palacio, cómo le gritaban ¡asesino! y le iluminaban la cara con señaladores láser de color verde.


En el caso de Enrique Peña Nieto el repudio social antecedió su desaseado triunfo electoral y lo ha acompañado fielmente durante los meses que lleva en el despacho, y no podía esperar que le fuera mejor que a Calderón en su estreno como oficiante del ritual republicano. Y además, la plancha del Zócalo estaba ocupada por miles de maestros afiliados a la CNTE que exigen la derogación de la reforma laboral, disfrazada de educativa, impuesta por el peñato. De modo que, tras enviar contingentes de policías antidisturbios y columnas de provocadores a desmantelar el campamento magisterial, Peña se organizó un espectáculo de autoexaltación con miles de acarreados mexiquenses –hay reportes de que también hubo poblanos y veracruzanos– a quienes se dio prioridad para ingresar a una plaza más vigilada que nunca antes. El blindaje fue tan meticuloso que el Estado Mayor Presidencial ubicó y zangoloteó a un chavo que, desde la plancha del Zócalo, había alumbrado a Peña con un láser.

Pero ni esos grupos traficados por el aparato corporativo ni los escasos ciudadanos independientes que acudieron al Zócalo fueron suficientes para llenarlo ni para acallar los gritos de muera el mal gobierno que tampoco la televisión pudo extirpar de las pistas de audio de las grabaciones. Ese grito, por cierto, tan hermano del que pronunció el cura Hidalgo hace 203 años, se repitió en diversas plazas del país.


El contraste inevitable fue la fiesta cívica organizada por los maestros en lucha en su campamento del Monumento a la Revolución, reunión de ciudadanos libres que conmemoraron, con bailables y música oaxaqueña, el inicio de una gesta del vulgo –prole, se les dice ahora–, por el vulgo y para el vulgo.


En su empeño por defender su usurpación de un festejo eminentemente popular, el poder público y sus ideólogos han tratado de desvirtuar los orígenes de la ceremonia (véase los recientes artículos de Pedro Salmerón al respecto, por ejemplo), muy a tono con esa campañita presidencial que, a últimas fechas, nos quiere vender a un Lázaro Cárdenas privatizador y casi casi formado en Harvard. Pero eso tampoco ha servido de nada: paulatinamente, la fiesta ha regresado a sus legítimos propietarios: la prole, la banda, los nacos, la raza. Lo que se hace en el Zócalo año tras año es un esfuerzo inútil, costoso y tonto por mantener un símbolo de esplendor presidencial que ha desaparecido y que no volverá.



Qué bueno. Pensándolo bien, desde antes de que los neoliberales tomaran el poder por asalto ya resultaba ofensivo un festejo dividido entre los perfumados que asistían a la recepción oficial en Palacio y la chusma de abajo a la que se regalaba un espectáculo de fuegos artificiales y de confeti. No es buena cosa conmemorar el inicio de la Independencia con una práctica que escenifica y representa una estratificación más bien virreinal de la sociedad.

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