17.1.13

Thompson contra Knórozov



Durante décadas imperó la creencia de que el periodo maya clásico había estado conformado por un conjunto de teocracias pacíficas, encabezadas por sacerdotes que se dedicaban a observar el paso de los astros y a realizar anotaciones cronológicas minuciosas, obsesivas y absurdas. En buena medida el mundo le debe esa visión errónea a Eric Thompson, un arqueólogo inglés que entre los años 30 y 70 del siglo pasado fue considerado la máxima autoridad en el estudio de esa vieja civilización mesoamericana. Soldado en la Primera Guerra Mundial y formado en Cambridge, trabajó posteriormente para el Museo de Historia Natural de Chicago, el cual lo envió a Chichén Itzá en 1930. Luego, bajo los auspicios del Instituto Carnegie, escarbó en Uxmal y en Cobá. En Yucatán conoció al estadunidense Sylvanus Morley, un curioso personaje que alternaba su trabajo de arqueólogo y cartografista con el de espía al servicio de la inteligencia naval estadunidense y de la United Fruit Company. Morley creía que las inscripciones mayas eran expresión de un sistema de escritura jeroglífico en influyó en la visión de Thompson, quien las consideró logográficas.

Entre ambos crearon una visión palmariamente equivocada de los mayas clásicos que fortaleció el aura de misterio con la que hasta la fecha algunos enmarcan las viejas ruinas de Palenque, Bonampak, Tikal y Copán, por no hablar de Tulum, que es a esos centros lo que EuroDisney a Notre Dame. En ausencia de conflictos sociales mayores, el declive de las ciudades mayas desemboca obligadamente en el enigma. La noción absurda de ciudades-estado dedicadas principalmente a contemplar los astros y a registrar fechas sin ton ni son facilitó la tarea a charlatanes posteriores que venden vínculos entre los mayas y los egipcios y los visitantes procedentes de Próxima Centauri.

En mayo de 1945, entre los restos de la incendiada Biblioteca de Berlín, un soldado soviético de 22 años de nombre Yuri Valentinovich Knórozov rescató un par de libros: Los códices mayas y la Relación de las cosas de Yucatán de Landa recuperada por el abate Brasseur de Bourbourg. Los volúmenes le despertaron un interés tan intenso que al volver a casa se matriculó en la carrera de Historia y diez años más tarde se doctoró con un estudio sobre la escritura maya en el que demostró la existencia de una base fonética en las composiciones de glifos de las estelas y los códices. Pese a que las formulaciones del soviético empezaron a mostrar de inmediato su pertinencia y utilidad para descifrar los signos hasta entonces impenetrables, Thompson las descalificó con virulencia, llegando a decir que eran propaganda comunista.

Las fobias del gurú de los mayistas significaron un retraso de varios lustros en la decodificación de la escritura maya. Al paso de los lustros algunos estudiosos gringos como Michael D. Coe y David Kelley reconsideraron el consenso creado en torno al británico. Éste hubo de rendirse a la evidencia de los descubrimientos realizados por Tatiana Proskouriakoff, rusa nacionalizada estadunidense, y admitió que los mayas clásicos no habían sido la sociedad pacifista y utópica que él había imaginado, pero no aceptó nunca la validez de los postulados de Knorósov. Ya en la década de los 70, muerto Thompson, el método del ucraniano fue aplicado en los glifos de Palenque y se logró descifrar la historia de la dinastía de Pakal. A partir de entonces la “lectura” de las inscripciones mayas ha avanzado a ritmo vertiginoso y se tiene, en la actualidad, la certeza de que éstas no son concatenaciones inexpugnables de datos calendáricos sino, básicamente, narraciones de encumbramientos y caídas de grandes señores, guerras, sometimientos, victorias y derrotas militares. Knorósov coronó su obra con un exhaustivo diccionario de glifos mayas, elaborado en colaboración con Galina Yershova.

Hoy se sabe, por ejemplo, que entre Calakmul y Tikal existió una rivalidad de siglos, mucho más encarnizada que la que sostuvieron Thompson y Knórozov, que empezó desde fines del periodo preclásico (2000 a 250 a. de C.) hasta los alrededores del año 900 de nuestra era y que se tradujo en constantes y sangrientas guerras que involucraron a señoríos menores como El Naranjo, El Caracol-Oxhuitzá, Yaxchilán y Piedras Negras, y en el curso de las cuales Tikal y Calakmul se derrotaron sucesivamente la una a la otra.

Otro caso es el de la sublevación contra Copán encabezada por K’ak’ Tiliw Chan Yopaat, señor de Quiriguá. Durante un largo tiempo esa localidad, a orillas del Motagua, había sido vasalla de Copán. En julio de 695, Uaxaclajuun Ub’aah K’awiil fue coronado como décimo tercer señor de Copán y bajo su autoridad la ciudad se pobló de estelas esculpidas con un estilo característico de la región, hizo remodelar tres templos, edificó un nuevo juego de pelota y en 724 puso a un subordinado suyo al frente de Quiriguá: K’ak’ Tiliw Chan Yopaat. Éste pronto dio signos de insubordinación: en 736 desafió a Copán, que era aliada de Tikal, recibiendo como huésped a Wamaw K’awiil, rey de la lejana Calakmul,  y a la postre, muy posiblemente con ayuda de éste, tomó prisionero al ya para entonces anciano Uaxaclajuun Ub’aah K’awiil y el 27 de abril de 738 lo hizo decapitar en la plaza de Quiriguá, la cual logró así su emancipación, en tanto que Calakmul debililitó a la dinastía de Copán, aliada de los gobernantes de Tikal.

En los años 30 Aldous Huxley visitó Quiriguá –que había sido comprada en unos cuantos dólares por la United Fruit– y escribió que sus estelas representaban “el triunfo del hombre sobre el tiempo y la materia y el triunfo del tiempo y la materia sobre el hombre”. Cierto o no, al gran novelista inglés se le escapó un dato: aquellos monumentos representan, además, el triunfo sangriento de unos humanos contra otros humanos.

Glifos e inscripciones aparte, en el sitio arqueológico de El Mirador, que pudo albergar a la más grande de las ciudades mayas del periodo clásico, se ha encontrado recientemente restos de una batalla en gran escala: centenares de puntas de flechas y lanzas de obsidiana mezcladas con astillas de huesos humanos.

Ya en el posclásico, tras el colapso de las grandes ciudades del periodo anterior, los mayas siguieron siendo tan violentos como cualquier otro pueblo. La pieza teatral Rabinal Achí, conocida también como Xajooj Tun o “danza del tambor”, y que posiblemente data de los siglos XIV o XV, cuenta una historia en la que el príncipe K’iche Achí es capturado y juzgado por destruir cuatro poblados del señorío de Rabinaleb’. Tras ser condenado a muerte, a K’iche Achí se le permite despedirse de su pueblo, se le ofrece bebidas embriagantes y hasta se le concede el privilegio de bailar con la princesa de Rabinaleb’ al ritmo del tambor.

Pero uno es un gran ignorante en materias como la historia, la arqueología y ya no digamos la lingüística, así que están muy en su derecho de considerar todo lo escrito arriba como una infame calumnia y concluir que los mayas clásicos eran matemáticos y astrónonomos pacíficos, que vivían en perfecta armonía con el universo y con su entorno ecológico, que se la pasaban escudriñando un remoto fin del mundo, que no mataban a una mosca –mucho menos a un semejante– y que estaban estrechamente emparentados con los babilonios, los egipcios, los vikingos y los extraterrestres.






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