24.5.12

Apostillas a un texto
de Riszard Kapuscinski




La única ley universal de las revoluciones es que no se dejan reducir a leyes. Sea cual sea su signo y orientación, ocurren de maneras muy diversas, transcurren por caminos insospechados, brotan en el momento menos esperado. “Su estallido, el momento en que se produce, sorrprende a todos, incluso a aquellos que la han hecho posible”. Pueden desencadenarse por un incidente menor en la plaza de un pueblo remoto, pueden coronar el esfuerzo constructivo y organizativo de décadas, pueden brotar de una grieta súbita que aparece en la fachada del poder. No es posible prever qué sector social o demográfico se pondrá a la cabeza de las movilizaciones. A veces se abren paso a sangre y fuego, o por la fuerza pero (casi) sin sangre (como la Revolución de Octubre en Rusia), o por medio de las urnas, como ocurrió en Chile en 1970, en Venezuela en 1998 y en Ecuador en 2006. Fidel Castro, que algo sabe del asunto, dijo hace unos años que gracias al poder de la comunicación y la transmisión “no harán falta las revoluciones” (armadas, se entiende) y que en la circunstancia actual “estamos ante el arma más poderosa que haya existido, que es la comunicación”.

En un capítulo de El Sha o la desmesura del poder (Anagrama, Barcelona, 1987) que se titula “La llama muerta”, el fallecido periodista polaco (pero universal) Riszard Kapuscinski afirma que para el surgimiento de una revolución “es imprescindible la palabra catalizadora y el pensamiento esclarecedor” que conducen a “la toma de conciencia de la miseria y de la opresión, al convencimiento de que ni la miseria ni la opresión forman parte del orden natural del mundo”. Para ello, se requiere de palabras: “palabras que circulan libremente, palabras clandestinas, rebeldes, palabras que no van vestidas de uniforme de gala, desprovistas del sello oficial”.

En las postrimerías del Virreinato las autoridades aduaneras ponían más celo en localizar, en la barriga de los barcos procedentes de la metrópoli, libros prohibidos (particularmente, de enciclopedistas y filósofos de la Ilustración) que en perseguir al contrabando. Con un celo casi simétrico, el cura Hidalgo decía que una imprenta era mejor arma que diez cañones. En el libro del que hablamos, Kapuscinski cuenta cómo los adeptos del imán Jomeini hallaron la manera de introducir a Irán la palabra grabada del líder religioso –exiliado en París– en cassettes de audio que luego circularon y fueron escuchados en reuniones clandestinas por todo el país. Los medios occidentales han celebrado la utilización de las tecnologías contemporáneas de comunicación horizontal en las revueltas del mundo árabe. En una entrevista con Carmen Lira, Fidel Castro propone erigir un monumento a WikiLeaks y se regocija: “¿Te das cuenta de lo que esto significa? Internet ha puesto en manos de nosotros la posibilidad de comunicarnos con el mundo. Con nada de esto contábamos antes.”

Desde la vieja formulación de David Hume, “quien tiene el saber tiene el poder”, hasta la sintética frase actual “información es poder”, puede inferirse que, en buena medida, la toma del poder –y una revolución empieza con la toma del poder por un sector empeñado en transformar a la sociedad– exige el dominio de la información (o la desinformación) y de la comunicación. En contraparte, los poderosos a los que se busca desalojar de su sitial ejercen el control, en forma primordial, con información y comunicación. En el México contemporáneo puede apreciarse ese ejercicio en la resistencia casi sistemática de las instancias gubernamentales a acatar los resolutivos del Instituto federal de Acceso a la Información (IFAI), pero también en el inocultable acuerdo de protección mutua entre la administración pública y los medios electrónicos.

De ese principio –información es poder– deriva también la noción de que el avance democrático ha de pasar obligadamente por la democratización de los medios informativos, los cuales se otorgan a sí mismos el título ostentoso de “cuarto poder” aunque, en su mayoría y en los hechos, formen parte indistinguible del primero y mantengan doblegado al segundo. De súbito, en el curso de este mes, el reclamo de la democratización de los medios ha pasado de algunas camarillas académicas y políticas a una masa de jóvenes que ha descubierto las correas de transmisión entre el aparato político y las televisoras.

Otra cosa que puede decirse de las revoluciones es que son escasas y que ocurren muy de vez en cuando; a lo sumo, una vez cada dos o tres generaciones. Ello es así porque “toda revolución es un drama, y el hombre evita instintivamente las situaciones dramáticas”. Aunque las sociedades vivan sumidas en la miseria y/o en la opresión, “aspiran a la tranquilidad, a la rutina de cada día”. Si una sociedad se decide a emprender una transformación radical (en la tercera acepción de la RAE, “partidario de reformas extremas, especialmente en sentido democrático”, o en la segunda de María Moliner, “cualquier cosa que obra o se produce de manera completa, sin limitación, atenuaciones o paliativos”) es porque “una larga experiencia le ha enseñado que no le queda ninguna otra salida”. Kapuscinski  lo dijo en una crónica reflexiva sobre la revolución islámica de 1979 en Irán, pero los indígenas zapatistas de Chiapas, que no tienen nada que ver con el autor polaco ni con los chiítas iraníes, explicaron en su momento, con palabras casi idénticas, la razón de su revuelta armada: “no nos han dejado otro camino”.

En la larga antesala de las revoluciones da la impresión de que la gente es capaz de tolerarlo todo, que tiene una paciencia infinita y que, en contraparte, el poder, o los poderes, pueden hacer lo que les dé la gana sin temor a causar una revuelta: “un escándalo tras otro, una injusticia tras otra, quedan impunes. El pueblo permanece en silencio; se muestra paciente y cauteloso. Tiene miedo, todavía no siente su fuerza. Pero, al mismo tiempo, contabiliza minuciosamente los abusos cometidos contra él, y en un momento determinado hace la suma”.

Para provocar una revolución no bastan ni las malas condiciones de vida ni la existencia de un régimen opresivo. Se requiere de información que desemboque en una toma de conciencia. Y se necesita un ingrediente más: la provocación insoportable desde el poder, la gota que derrama el vaso de la paciencia social: “El poder es el que provoca la revolución. Desde luego, no lo hace conscientemente. Y, sin embargo, su estilo de vida y su manera de gobernar acaban convirtiéndose en una provocación. Esto sucede cuando entre la élite se consolida la sensación de impunidad.” Lo que esa provocación inesperada consigue es que el poder de la indignación supere la capacidad de contención del miedo y la gente se decida a enfrentar al poder en cualquiera de sus caras: la policial, la mediática o la corruptora; la que reparte garrotazos, la que otorga becas y despensas o la que descalifica, abruma y condena a los opositores al escarnio, al ridículo y a la marginalidad.

Y dice Kapuscinski: “Todos los libros dedicados a las revoluciones empiezan por un capítulo que trata de la podredumbre de un poder a punto de caer o de la miseria y los sufrimientos de un pueblo. Y, sin embargo, deberían comenzar por uno sobre el aspecto psicológico de cómo un hombre angustiado y asustado de pronto vence su miedo y deja de temer.”

Ello es así porque ningún régimen opresivo puede sostenerse, a mediano o largo plazo, por la fuerza de las armas. Su principal mecanismo de poder –además de la información y la comunicación– , no son las armas, sino el miedo a ellas y a los instrumentos judiciales y policiales.

¿Se encuentra México en el preludio de una transformación revolucionaria? No hay forma de saberlo, como se dice al principio de esta entrega. Por si sí o por si no, lean a  Kapuscinski.



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