15.3.12

Crueldad, simpatía y excesos


El anuncio decía algo así como “regalo preciosa parejita a de niños, macho y hembra, de 5 y 7 años. No puedo tenerlos en casa porque mis gatos resultaron alérgicos”. La pretensión de quien lo haya hecho fue crear conciencia sobre la responsabilidad que se adquire cuando uno se agencia una mascota, prevenir la crueldad contra los animales y evitar la proliferación de felinos o cánidos abandonados por sus propietarios. Con esos nobles propósitos, se perpetró una de las parodias más obtusas que he visto en la vida: deshacerse de unos bichos por razón de fuerza mayor equivale, en su lógica, a regalar a los hijos.

Durante milenios los humanos hemos visto al resto de los animales con indiferencia y utilitarismo perfectamente naturales, es decir, con una percepción muy parecida a la que un lagarto pueda tener de una garza: le ve cara de desayuno, y punto. La reducción de pájaros y cuadrúpedos originalmente salvajes a animales de granja y su sacrificio programado no son prácticas más o menos crueles que la vieja cacería de subsistencia: no se les mata para refocilarse en su dolor, sino para obtener proteínas, manteca y cuero para zapatos. En eso no somos peores ni mejores que los tiburones, las arañas o las plantas carnívoras. También establecemos pactos de mutuo beneficio con otras especies, como lo hacen las hormigas con los pulgones, y aceptamos el trato que nos propusieron los lobos débiles y desamparados que en algún remoto momento del pasado acudieron a las tribus humanas clamando por desperdicios y abrigo; igual otorgamos un contrato laboral a los bacilos que fabrican yogurth. Hasta en la capacidad de depredación nos parecemos a ciertas plagas que, sin necesidad de inventar transgénicos o de obsesionarse con el gusto por las pieles preciosas, son capaces de devastar sus entornos naturales y de llevar a otras especies a la extinción.

Lo que realmente nos distingue en un sentido negativo de otros amasijos de células con dientes son el sadismo idiota que se pone de manifiesto en la cinegética, las peleas de gallos y de perros y la tauromaquia –entre otros rituales de sacrificio en los que corren ríos de adrenalina y de testosterona–, así como la superstición, que igual nos lleva a meterles fuego a esos pobres insectos llamados “cara de niño” –en la creencia de que son venenosos, e incluso malvados– que a amputar el cuerno a los rinocerontes, con la vana ilusión de que al pulverizarlo e ingerirlo, devolverá el vigor sexual perdido a un macho viejo de nuestra especie.

Podemos, en efecto, ser casi infinitamente crueles y estúpidos con otros seres vivos. Pero, por el lado edificante, tenemos la singularidad de agarrarle cariñito a un venado huérfano, de enamorarnos de un conejo –aunque se coma el sofá de la sala– y de adoptar, en calidad de mascotas y plantas domésticas, a un sinfín de especímenes autótrofos, saprofitos o monofiléticos. Ya instalados en la relación afectiva con el bicho –y no se entienda por esto una alusión a zoofilia o bestialismo–, somos capaces de desvelarnos por su salud, cocinarle potajes de bebé, regarlo con agua esterilizada para preservar sus raíces del ataque de las bacterias, permitirle que duerma en nuestra cama, tejerle abriguitos para los tiempos de frío y erigir monumentos funerarios para que, cuando llegue el momento en que nos abandone, pueda pasar la eternidad a gusto. Ellos, por su parte, serán pródigos en la floración de violetas para agasajar nuestra mirada, en litros de amorosas babas, en gracejadas seguramente involuntarias, pero que nos permitirán tardes enteras de solaz. Es probable que un escorpión domesticado (pandinus imperator, los hay, los hay) no sea capaz de manifestar afecto alguno por su propietario, pero qué importa: no faltará quien encuentre una manifestación de ternura en su forma de amenazar con los impresionantes pedipalpos. Allá cada cual.

El exceso no está en la adopción sino en la sobreprotección y en un altruismo poco consecuente con sus propios postulados. Es civilizatorio y correcto regular y mantener a raya, incluso por medio de leyes, ese apetito humano por el sufrimiento ajeno, y fincar deberes básicos de cada integrante de nuestra especie para con el resto de seres con los que compartimos el planeta, la granja, la casa o la habitación. Pero de allí a suponer que los animales puedan poseer derechos legales hay una dosis de fantasía tan grande como la que anima al Pato Lucas o al Minotauro, o bien como esa neosuperstición, acaso sacada de las películas del Dr. Doolittle, de las prácticas telepáticas interespecies.

Como ya está archidemostrada la existencia de una conexión metafísica de banda ancha entre dos personas, sin más requisitos de contratación del servicio que creer en él, el siguiente paso consiste en establecer la comunicación con el animal para saber qué le duele o para solicitarle, en cualquier idioma, que por favor se quede quieto porque le van a coser una herida. Cuenta Diego Mendiburu que una señora o señorita desarrolló una metodología para tal propósito y que ofrece cursos, con algo de yoga, para que cualquier persona pueda ponerse al habla con su cuadrúpedo. Y como la existencia del ectoplasma está tan sólidamente demostrada como la propia telepatía, la comunicación puede incluso eludir el inconveniente de que la mascota esté muerta. Y es que “no somos solamente nuestro cuerpo físico; cuando los animalitos se van y los humanos se quedan, su conciencia; si quiero contactar con ese ser, ya no está en la forma física de gato con pelos negros, por poner un ejemplo, a veces son una esfera de luz, tienen la forma del gato en color blanco, tienen una forma muy elástica”. Ande, pues.

La inconsecuencia se refiere a que el “atruismo” de los protectores de animales suele ser sumamente discriminatorio y, si se fijan bien, su material de denuncia suele centrarse, en exclusiva, en la defensa de una que otra especie de ganado y aves de corral: vacas y cerdos (porque los sacrifican bien gacho), pollos (porque los tienen sentados toda su vida y les dan hormonas), mascotas abandonadas y agredidas, focas apaleadas (ese es todo u favorito), de vez en cuando, animales de circo, o uno que otro delfín. Hasta la fecha no he presenciado una protesta contra las maneras crudelísimas puestas en práctica para combatir plagas de roedores (como esas trampas de pegamento en las que el bicho suele desollarse en sus intentos por escapar), matar culebras (aunque no sean venenosas) o cazar lagartos, y ya no se diga de las tiritas de papel engomado para atrapar moscas. El único criterio perceptible en la selección de las especies a las que se ha de proteger de la infinita crueldad humana es que los beneficiarios tengan una mirada conmovedora.

Al margen de estos disparates –no: perdón, pero no es lo mismo un niño que un gato– parece ser que somos los únicos organismos del planeta capaces de gratificar a sus víctimas antes de volverlas ensalada y chuletas, y me parece que eso habla bien de nosotros. Con o sin fundamento científico, parece haber cierto utilitarismo en la acción de adornar el aire con música de Bach para que las plantas crezcan más rápido. También, a veces, interpretamos jazz para vacas que no están destinadas a nuestro plato y sin esperar retribución alguna, como lo ha venido haciendo la banda de Nueva Orleáns New Hot 5. Busquen jazz for cows en youtube, que el grupo no tiene su madre. Tal vez la experiencia les ayude a estimar a las vacas –tienen la ternura puesta en la mirada y son deliciosas– y acaso les permita revalorar un poco a la vapuleada especie humana.

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