11.11.10

El último suspiro
del Conquistador / LXI


Repentinamente, se dio cuenta de que había algo después de la niebla, un algo poblado por cuerpos, por colores, por sonidos, por cosas demasiado fuertes como para hacerles frente desde el fondo de su inexistencia, y se aterró. Sintió, sin sentir, sensaciones que conocía, si es que conocer significaba algo, y vio, sin ver, escenas que no había visto nunca, e intuyó que se trataba de acontecimientos posteriores a la muerte, a esa muerte a la que siempre había temido. Pero ahora el temor era mucho más intenso: de alguna forma supo que la vida estaba cerca –¿qué podía ser “cerca” en aquel no espacio y en el no tiempo en el que se hallaba sumido?– y su eternidad se estremeció por el pánico a la vida.

* * *

Rufina intuyó de algún modo que, con ella, ningún hombre, después de Juan Riestra, sería capaz de conciliar el amor con el deseo. Comprobó, en cada nuevo encuentro, que algunos desarrollaban una vinculación afectiva, en tanto que a otros les producía una marcada atracción sexual. Unos y otros se avergonzaban de sí mismos y terminaban por abandonarla.
Le quedaba claro que su singularidad desencadenaba conflictos incontrolables en sus parejas y no ignoraba el peligro potencial que eso le representaba. Pero no tenía alternativa: o vivía en peligro o renunciaba a vivir, y optó por lo primero. Acaso algún día la gente llegara a ser capaz de comprender que Rufina era una persona como cualquier otra. Tenía la sensación de vivir en un tiempo adelantado.

–Es muy raro eso de odiar a la mujer con la que te acuestas –le dijo en una ocasión a un amante que le duró unos meses.

–Tú no eres una mujer sino un monstruo –le replicó él–. Tienes pito.

A Rufina se le resbaló el agravio porque, para entonces, se había acostumbrado a reacciones de esa clase y sabía que su intensidad sería siempre proporcional a la fuerza de la pasión sexual que ella despertara en sus parejas. Sin perder la ecuanimidad, pensó que un día algún hombre la habría de matar.

Y así ocurrió. Pero para entonces, Rufina ya estaba en paz con la vida.

* * *

La jefa de enfermeras del piso donde se encontraba internada Eduviges se mostró inflexible: si bien la paciente ya había sido retirada del área de cuidados intensivos e instalada en una habitación privada, una visita de siete personas al mismo tiempo era inadmisible.

–¿Cuántas, como máximo? –preguntó Jacinta con un tono gélido.

–Dos.

–Muy bien. Entraremos mi padre y yo –dijo en forma resuelta, mientras tomaba del brazo al sorprendido Tomás–. No tardamos –agregó, dirigiéndose al resto de los presentes.

–Necesito que me acompañe mi... mi ayudante... –musitó Tomás.

–Dos personas –insistió la jefa de enfermeras.

Por un momento, nadie supo qué hacer. Pero Jacinta cortó el nudo:

–Le... Te ayudaré yo –dijo, mientras levantaba del piso la mochila de Garcí.

Tomás vaciló, pero terminó por aceptar la sugerencia, y, llevando el frasco en los brazos, se internó por el pasillo, al lado de la muchacha. La funcionaria del hospital los escoltó.

La doctora Contreras se tensó y quiso decir algo, pero Manuel la retuvo con firmeza. Andrés y Sánchez Lora se miraron el uno al otro. El segundo sonrió, y dijo:

–Yo, la verdad, no sé qué carajos estoy haciendo aquí.

–Yo tampoco, replicó Andrés, más para sí mismo que para su interlocutor circunstancial.
Cuando Tomás y Jacinta entraron a la habitación, ella vio a su madre y pensó en ese lugar común de atribuirles a los cadáveres una expresión relajada. Lo que observó en la cara de Eduviges no era una expresión, relajada o no, sino la total ausencia de ella, un conjunto de rasgos que ya no obedecían a más estímulo que el del peso de los músculos faciales. Tuvo la sensación de estar observando a una muerta viva, a una mujer que había fallecido hacía días, aunque conservara la circulación. Un delgado tubo de oxígeno pasaba por la nariz, y de una comisura de los labios surgía una sonda igualmente discreta. Eso era todo: ni respiradores artificiales ni otros tubos. De cuando en cuando, aquel organismo entreabría los párpados, pero Eduviges Manzano ya no se encontraba en esos ojos.

–¿Podría dejarnos a solas un momento? –preguntó, con la mayor suavidad de que fue capaz, a la jefa de enfermeras.

Ésta emitió un gruñido a manera de respuesta, abandonó la habitación y cerró la puerta.

–¿Estás segura? –inquirió él, mientras colocaba el frasco, con sumo cuidado, sobre la mesilla de noche, al lado de la cama de Eduviges–. Me robaste un alma, pero no tienes que pagarlo a este precio, si no quieres.

–No importa –replicó ella–. Ese cuerpo ya no es mi mamá y ya no me sirve de nada.

–¿Sabes inyectar?

–No.

–Pues tendrás que hacerlo. En la planta del pie, para que no se note nada por si las cosas fallan –dijo él, mientras extraía de la mochila una ampolleta y una jeringa desechable y se las entregaba a Jacinta–. Cuando yo te diga.

A la aludida le temblaban las manos. Respiró hondo cuatro o cinco veces y, ya con el pulso más seguro, rompió el envoltorio de la jeringa, quebró la ampolleta, introdujo en ella la aguja, jaló el émbolo y se quedó a la espera de la orden.

El almero sacó de la mochila una larga tripa de hule que tenía, en un extremo, una mascarilla, a la mitad, un pequeño fuelle de plástico translúcido y en el otro extremo, un catéter grueso, como de veterinario. Ensambló las tres cosas, introdujo con destreza el catéter por el corcho del tapón del frasco y a continuación retiró el tubo de oxígeno de la nariz de Eduviges y extrajo de su boca la sonda. Jacinta no pudo dejar de sorprenderse con la habilidad que Tomás exhibía en tales acciones.

–Lo he hecho muchas veces –dijo, mientras colocaba la mascarilla en la cara de la descerebrada–. ¡Ahora!

Jacinta retiró la sábana, vio los pies desnudos de su madre y vaciló:

–¿En cuál de los dos?

–En cualquiera.

Aproximó la aguja a la planta del pie derecho, cerró los ojos y la clavó con fuerza. Cuando percibió que la punta de la jeringa había topado con un hueso, apretó el émbolo con rapidez.
Tomás tomó el pulso en el brazo de aquel organismo. Al dejar de percibir latidos, oprimió con fuerza la bomba de aire. El cuerpo de Eduviges brincó y se arqueó, y el frasco se rompió hacia adentro. Jacinta se sobresaltó.

–Ya está –dijo Tomás. En unos momentos despertará.

–¿Y qué haremos entonces?

–Nuestra labor habrá concluido, y lo mejor será alejarnos a toda prisa –respondió el almero, con una mueca indefinible.


(Continuará)

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