7.1.10

El último suspiro
del Conquistador / XVIII

El puerto de Santo Domingo a mediados del siglo XVI

Revuelta y agitada, Jacinta se abrió paso por entre la multitud, se desesperó por el estado ruinoso en el que se encontraban los teléfonos públicos y ante la dificultad que suponía acceder a su bolsa, sacar de ella su agenda, buscar un número, marcarlo y depositar monedas, todo ello, mientras sostenía entre las manos el frágil tesoro de su vida: el frasco robado por ella, años atrás, de la casa de un viejo almero chiapaneco, cuidadosamente almacenado en la bodega de la casa de sus padres, regalado por su mamá a un ropavejero que se había vuelto mujer y recuperado, hacia pocos minutos, del regazo de un cadáver fresco. Hizo de tripas corazón, colocó el preciado objeto en el suelo y lo rodeó con los pies, como si fuera un pingüino empollando su huevo, para preservarlo de patadas involuntarias de los transeúntes. El cuerpo le exigía escuchar la voz de Andrés, así fuera por un segundo, y no tuvo más remedio que llamar al celular de él, registrado en París, desde un aparato de monedas más arcaico y desvencijado que el Templo Mayor. “¡Que conteste!”, imploró al cielo mientras la conexión se gestionaba en las tripas del aparato.

* * *

A principios de 1548, el almero Tomás, en su advocación de Juana de Quintanilla, desembarcó en Santo Domingo con todo y su baúl. Tenía en mente evitar La Habana, pues esa ruta lo obligaría a pasar por la Vera Cruz, la Puebla de los Ángeles y Antequera de Guaxaca, y cada uno de esos tránsitos conllevaba riesgos innecesarios para su misión. Además del frasco con el ánima del Marqués, Tomás llevaba consigo unos pequeños ídolos, hierbas secas, plumas y un puñado de copal, y si lo descubrían en posesión de aquellas cosas bien podría meterse en problemas.

El Santo Oficio no existía para entonces, pero el almero estaba bien al tanto de algunos autos de fe monásticos realizados en los primeros años posteriores a la caída de Tenochtitlan y del proceso por idolatría que el infame Nuño Beltrán de Guzmán había incoado, en los alrededores de 1530, contra Caltzontzin, señor de los tarascos, quien fue atado a la cola de un caballo, arrastrado hasta la agonía y quemado vivo. Con esos precedentes en el pensamiento, Tomás pretendía fletar una nao que lo llevara directamente a Santa María de la Victoria, la primera villa fundada por su Señor en tierras continentales y que aún persistía para entonces, aferrada con las uñas a la resbalosa desembocadura del caudaloso Grijalva. De allí contaba con llegar río arriba, a bordo de una canoa manejada por alguno de esos hábiles navegantes putunes que él conocía bien, hasta los alrededores de su terruño. Pero, en lo inmediato, quería buscar un lugar apartado para despojarse de las vestimentas que lo asfixiaban en el calor de La Española y realizar una pequeña ofrenda para sus señores Huracán, dios del rayo, Gucumatz, señor de las tempestades, y Tepeu, corazón del cielo.

* * *

Rufino se sentía bien al contemplarse, vestido con prendas de mujer, en su espejo, pero no se conformaba con eso. Quería, además, entender lo que le ocurría. No conocía un caso semejante al suyo y no lograba extirpar del todo una percepción de sí mismo como alguien monstruoso y hasta maligno. Una tarde tuvo una revelación: algo había salido mal en su destino y había trastocado, acaso de manera involuntaria, cuerpo y alma. El primero no se correspondía con la segunda, o al revés. Se desesperó, ante el indicio abrumador de que su padecimiento no podía ser corregido de manera alguna. Pero Rufino no era nada tonto: alcanzaba a vislumbrar el tamaño de su ignorancia y a intuir que, más allá de ella, debía haber respuestas innumerables a sus dudas, y a muchas otras que jamás se había planteado.

En uno de sus recorridos por los tianguis ubicados en las afueras de Puebla, por el rumbo de Chachapa, dio con un puestero que trabajaba libros de viejo. Hurgó entre los volúmenes polvorientos con un desgano fingido tan evidente que despertó la sospecha cómplice del comerciante:

—¿Buscas libros cachondos? No los tengo exhibidos, pero…

Rufino no se perturbó con la sugerencia. Por el contrario, ésta le ayudó a afinar, por contraste, la dirección de su búsqueda.

—No –respondió con decisión—. Más bien busco algo sobre almas y cuerpos.

—Ah, andas buscando cosas de brujería.

* * *

Andrés se sintió incapaz de enfrentar su situación: estaba a unos minutos del despegue, a bordo de un vuelo atestado, y a punto de dejar atrás su país y a la mujer que había conseguido moverle el corazón después de varios años de relaciones insípidas e insatisfactorias. En la locura de seguir a Jacinta hasta México, había desmantelado su departamento, se había quedado sin enseres y sin ahorros y al volver a París tendría que alojarse en una residencia estudiantil, buscar casa, retomar sus estudios de doctorado y, sobre todo, fabricar explicaciones mínimamente convincentes —aunque de todos modos serían humillantes— sobre el arrebato que lo había apartado del ámbito académico y que había provocado levantamientos de ceja entre sus profesores y sus compañeros. Por lo pronto, tenía ante sí un vuelo largo y tedioso y desembarcaría en Orly con el cuerpo y el alma entumidos de manera pareja. Trató de desentenderse de esos pensamientos y de concentrarse en las instrucciones de seguridad automatizadas que se ofrecían por los monitores del avión. Reparó en que no había desactivado su celular en acatamiento de las indicaciones, lo sacó del bolsillo de la camisa y, antes de que su dedo pudiera activar el botón de apagado, el aparato sonó y la pantalla mostró un número desconocido.

“Qué diablos —pensó—; aún tengo unos segundos para decirle a quien quiera que sea que estoy a punto de un despegue”. Respondió a la llamada con un “bueeeeenooo” impaciente y se quedó helado al escuchar la voz de Jacinta. Sonaba entusiasmada, loca y amorosa:

—¡Andrés! ¡Andrés! ¡Qué rico oírte! ¡Te quiero! ¡Encontré el frasco!

Entonces apareció por el pasillo una azafata, empeñada en verificar que en cada asiento reinara el apego absoluto a las normas, y lo increpó:

—Señor, por favor. Tiene que apagar su celular ahora mismo.

(Continuará)

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