28.1.09

Canonicen a Onán


La masturbación, además de “un pecado en sí” y “una falta moral grave”, “es un vicio que encadena fuertemente a la persona haciéndola presa de su adición, por lo tanto, cada vez es mas difícil desligarse de ésta, ya que como todo vicio enferma la voluntad de la persona, debilita su carácter, perturba el desarrollo de su personalidad, debilita la fe, produce desequilibrio emocional y genera un gran vacío en la persona; el hábito de la masturbación puede generar incapacidad para el goce sexual con la pareja: frigidez en las mujeres e impotencia en los hombres, o bien, la eyaculación precoz,” predica Catholic.net en uno de sus textos firmado por Nancy Escalante. En otro, de la pluma del sacerdote Jorge Loring, profundiza que “la masturbación [...] hace del placer sexual algo egoísta, cuando Dios lo ha hecho para ser compartido dentro del matrimonio; conozco casos de matrimonios fracasados porque uno de los dos, esclavizado por la masturbación, se negaba a las naturales expresiones de amor dentro del matrimonio. Una mujer joven se quejaba en la consulta de un médico de que su marido tenía con ella muy pocas relaciones sexuales; él reconoció, delante de ella, que prefería masturbarse.”



No hay duda: una actividad masturbatoria tan intensa que provoque sangrado puede, ciertamente, “generar incapacidad para el goce sexual”, como apunta Nancy, aunque la condición será pasajera, para prevenirla existen lubricantes y para remediarla, pomadas para aliviar las rozaduras como las que se aplica a los bebés lijados por el pañal. En cuanto a las situaciones referidas por Jorge, hay que preguntarse qué tan hediondo sería el cónyuge masculino, o cuán fea la pareja femenina, como para que su contraparte prefiriera el juego del solitario. Un punto que no han aclarado (creo) los predicadores católicos es la licitud o ilicitud de las prácticas masturbatorias no dirigidas hacia uno mismo, sino hacia el prójimo o la prójima, prácticas a capela que, bien mirado, y si Su Santidad está de acuerdo, podrían considerarse obsequios amorosos, o incluso arrebatos de indiscutible caridad cristiana, como los de la religiosa (referida por Brassens) “que en tiempos de invierno / descongelaba en su mano / el pene del manco”.

Algo hemos progresado, porque si el sitio católico citado confiesa de mala gana que la autogratificación “generalmente no tiene consecuencias físicas”, en el siglo XVIII el partido antimasturbatorio pregonaba que el placer autoproporcionado producía melancolía (eso puede ser), crisis histéricas, ceguera, impotencia, esterilidad, oligofrenias, cardiopatías, tuberculosis y calvicie. La cruzada científico-religiosa contra los juegos de manos llegó a prescribir, con propósitos terapéuticos, atar a los pacientes por las noches, obligarlos a usar cinturones de castidad, castrarlos, extirparles el clítoris o cauterizarles la médula dorsal para desensibilizar sus genitales.



Fue precisamente en esa época que se acuñó, con propósitos condenatorios, el término de onanismo, con lo que se desempolvaron los viejos denuestos medievales de San Jerónimo (quien de puñetero era sinónimo) y San Clemente de Alejandría (quien se la jalaba tres veces al día) contra Onán, hijo segundo de Judá.

Va la anécdota literal, por cortesía de Reina-Valera: “2 Y vio allí Judá la hija de un hombre Cananeo, el cual se llamaba Súa; y tomola, y entró á ella: 3 La cual concibió, y parió un hijo; y llamó su nombre Er. 4 Y concibió otra vez, y parió un hijo, y llamó su nombre Onán. 5 Y volvió á concebir, y parió un hijo, y llamó su nombre Sela. Y estaba en Chezib cuando lo parió. 6 Y Judá tomó mujer para su primogénito Er, la cual se llamaba Tamar. 7 Y Er, el primogénito de Judá, fue malo á los ojos de Jehová, y quitole Jehová la vida. 8 Entonces Judá dijo á Onán: Entra á la mujer de tu hermano, y despósate con ella, y suscita simiente á tu hermano. 9 Y sabiendo Onán que la simiente no había de ser suya, sucedía que cuando entraba á la mujer de su hermano vertía en tierra, por no dar simiente á su hermano. 10 Y desagradó en ojos de Jehová lo que hacía, y también quitó á él la vida.”

El jesuita argentino Hugo Marcelo Pisana cuenta la historia en unas coplas chambonas pero que eyaculan humor involuntario en grandes cantidades:

Es la historia de Onán / y de Tamar, su cuñada, / la que fuera destinada / a ser privada del pan; / por no quererla ayudar / el hermano del difunto, / en un esfuerzo conjunto / por su nombre perpetuar. // Muriose Er, su esposo, / sin dejarle ningún hijo. / Por malvado lo maldijo / el Dios misericordioso. / El Señor, el Poderoso / lo canceló de su amor; / se secó como una flor / y entró en oscuro reposo. // Tocaba el turno a Onán / de socorrer a su hermano; / tenía en su propia mano / la gran oportunidad / de conseguirle heredad, / de darle una descendencia, / de prolongar su presencia / entre la comunidad. // Y prefirió el miserable / derramar su semilla, / hacer barro con la arcilla, / en lugar de ser buen padre. / Eligió como un cobarde / perderse en la triste nada, / no ayudar a su cuñada / ni renunciar a sus planes.


Al parecer, Onán se descargaba fuera de su cuñada porque calculaba que el producto que pudiese engendrar con Tamar no sería considerado suyo, sino un niño tardío de su hermano, el cual heredaría los derechos de la primogenitura y desplazaría al propio Onán. Se ha señalado, con fundada razón, que el relato refiere la práctica del coito interrumpido, mas no del onanismo. Injusta que es la posteridad: algo parecido le ocurrió al hijo de Layo que chingó a su madre sin saberlo y no lo hizo, por ello, como consecuencia del complejo al que Freud bautizó como “de Edipo”.

Hoy en día, aunque la Iglesia Católica condene la masturbación de hábitos para afuera (y la practique con furor bajo las sotanas), el culto a Onán es visto como una práctica que no tiene nada de malo, e incluso hay organizaciones dedicadas a glorificarla, como el Centro de Sexualidad y Cultura de San Francisco, el cual organiza masturbatones periódicos, tanto en su ciudad sede como en Londres y Copenhague.



Estos y otros pensamientos impuros me vinieron a la cabeza a raíz de los provocadores comentarios de Alberto Sladogna (“Lacan usaba la bicicleta, una forma de auto transporte, semejante al auto servicio erótico de la ‘manuela’”) en torno a un texto de Beatriz Preciado (“Durante mucho tiempo todo acto solitario que despertara la imaginación se pagó con salud; literatura y masturbación estuvieron unidas”) y a una rola puñeterísima de la cantante española BeBe (Con mis manos).





A propósito: en el arte sacro tradicional mexicano, entre los santeros del Caribe, en ciertos cultos moros de Fátima y en la veneración católica de Santa Ana, existe una entidad sagrada llamada La Mano Poderosa, que simboliza protección mágica y bendición. Bien podría El Vaticano, en su próximo concilio, alivianarse un poco, permitir que religiosos y religiosas se entregaran sin remordimiento a las manualidades y canonizar a Onán, así fuera para compensarlo por la calumnia milenaria que lo ha puesto en el sitial de (non) sancto protector de los chaqueteros. Y cerremos con la puntada memorable de Dorothy Parker, la conflictiva y maravillosa escritora estadunidense que bautizó con el nombre de ese personaje bíblico a su perico porque éste se la pasaba tirando sus semillas al piso.

27.1.09

El Encuentro Mundial
de la Familia

Para disimular su pedofilia,
y por otras razones muy oscuras,
convocaron solícitos los curas
al Encuentro Mundial de la Familia
y optaron, porque así les dio la gana,
por realizarlo en tierra mexicana.

No sé si fue la hueva o fue la gripe
pero el Papa no pudo estar presente
y con gesto aburrido y displicente
delegó sus funciones en Felipe:
“Como el vuelo hasta México es muy largo,
hijo mío pelele, te lo encargo.

“Debemos defender nuestra doctrina:
que no cunda el divorcio, y las mujeres
que cumplan dócilmente sus deberes
y no quieran salir de la cocina;
sobre todo (eso sí no lo soporto),
no vayan ni a pensar en el aborto

pues un menor que no llega a la vida
en la divina lógica del clero
vendría a ser, poniéndome sincero,
una oportunidad sexual fallida
o, por decirlo en términos blasfemos,
si no hay niños, a ver, ¿con quién cogemos?”

Dispuesto a darle gusto al Vaticano
porque halló razonable su demanda,
ciñó el pelele la usurpada banda
y, tarareando un canto gregoriano,
partió con sus guaruras aquel día,
listo para decir una homilía.

Invocando a María Innmaculada,
pensó: “Pues esto del Estado laico
es un rollo obsoleto y bien arcaico
que ya puedo mandar a la chingada.
Total que, si es pecado, me echo un Credo
y con eso seguro ya no hay pedo”.

Poco faltó para que el primer día,
en el acto puntual de la mañana,
Felipe se pusiera una sotana
y diera de una vez la eucaristía
(si hubiese sido el caso, me imagino
que se habría tomado todo el vino).

Qué escándalo. Qué pancho. Qué irigote.
Mas pensándolo bien, si éste se siente,
sin haberlo ganado, presidente,
qué más da que se sienta sacerdote:
ya que usurpa poderes más terrenos,
dar misa sin ser cura es lo de menos.

19.1.09

Riesgos de la comodidad y del ocio


  • Marxismo y hueva
  • Volverse orquídea
El otro día me enteré de la existencia de motores eléctricos para abrir y cerrar cortinas domésticas y aquello me pareció el colmo de la holgazanería. No es nada contra la modernidad: está bien que inventen cajas de cambios automáticas para los automóviles, que los televisores de hoy en día tengan control remoto y que funcionen sin necesidad de darles nalgadas, como exigían los de antaño, y que uno pueda multiplicar su rendimiento al pasar de la máquina de escribir mecánica al Open Office (búsquenlo, bájenlo, instálenlo y libérense para siempre del horrible Word). Pero oprimir un botón para ahorrarse el esfuerzo de jalar una cuerda empieza a ser demasiado.

Con este horror que el ejército de Israel perpetra en Gaza he pasado muchas horas pegado a la computadora y siento el alma y el cuerpo amorcillados. Escribir de otra cosa me permitirá darle una tregua a la primera (aunque los poderosos no quieran acordar una tregua mucho más necesaria en la martirizada franja) y al terminar de escribir esto me pondré a mover algo más que los dedos y los ojos para que el segundo descanse de tanto no hacer nada.

Se suele asociar el origen de las discapacidades con episodios traumáticos o con inventos peligrosos: accidentes automovilísticos, rotura de cristales, contratiempos con maquinarias, golpes de hacha, estallidos de minas terrestres o caídas de misil. Pero el desmedido anhelo de comodidad empieza a ser una fuente significativa de descomposturas en el organismo, y ya se sabe de algunos casos de jovencitos que han caído muertos por infarto cerebral después de días enteros de una inmovilidad corporal equiparable a la de la amada de Nervo.

Sin llegar a tanto como la muerte, la atrofia es una perspectiva real y mucho más inmediata. Dicen que el uso intensivo del teclado de teléfonos celulares para componer mensajes de texto ha provocado que mucha gente incremente la movilidad del dedo pulgar (qué bueno) en detrimento de las capacidades del índice (qué malo), el cual venía siendo, hasta ahora, y salvo malos pensamientos, el apéndice más eficiente del organismo humano en eso de cambiar de posición para interactuar con el mundo.

La tendencia me hace recordar una novela de ciencia ficción del austriaco Herbert W. Franke (nada que ver con el estadunidense Herbert Frank, excepto por el amor al género) titulada La caja de las orquídeas (Der Orchideenkäfig, 1961) que cuenta el descubrimiento, por parte de unos exploradores estelares, de un planeta en el que florecía una civilización mecánica. Intrigados por el destino de los creadores de ese pueblo de máquinas, los viajeros acaban por descubrir, en algún sótano planetario, un montón de cajitas que contienen tejidos neuronales que asemejan orquídeas, suspendidos en líquido amniótico y se dan cuenta, con horror, que son los remanentes atrofiados de los cerebros que idearon aquella civilización: arropados entre tanto automatismo, los ingenieros de aquel sitio se fueron reduciendo hasta convertirse en amasijos de células exclusivamente dedicados a sentir placer. Es posible que Franke haya tenido en mente, al concebir la novela, una macabra broma etimológica, habida cuenta que el origen griego de orquídea, orchis (oρχις), significa testículo (a veces, los seudobulbos de la planta recuerda las partes del animal) y que la reducción de aquellos seres imaginarios a su condición final haya sido una moraleja justiciera por su infinita huevonería.

Franke, entre Engels (i) y Trotsky (d)

Hegel opinaba que el espíritu mueve a la historia. Marx y Engels lo pusieron de cabeza, como si fuera un San Antonio al que se le exige la pronta aparición de un marido, y proclamaron que el motorcito funciona en realidad a partir de la lucha de clases. No ha faltado quien diga que el paso de la especie es impulsado por el peso monumental de la estupidez y desde luego es factible postular que, del Renacimiento a la fecha, la búsqueda de la comodidad es, en buena medida, la columna vertebral de la historia humana. Abona a esta afirmación el hecho de que, por lo visto, somos tan impenitentemente comodinos y fodongos que no queremos ni nuestra propia historia y tenemos que inventarle motores para que nos ahorren el trabajito de empujarla (casi siempre cuesta arriba, eso sí, y a veces por unos abismos en los que la fuerza de gravedad se encarga de hacer el resto).

Dicho sea sin afán de burla al abuelito: “Ahora el gramófono, nieto del fonógrafo, es uno de los rasgos más extendidos de la vida doméstica”, anotó León Trotsky en marzo de 1926. La comodidad se vuelve primera necesidad en cuanto se generaliza y no tarda en pasar a la categoría de indispensable: el alumbrado eléctrico, el automóvil, la lavadora, la tele, el celular y la computadora, empezaron siendo curiosidades y hoy su uso y posesión constituyen reivindicaciones sociales perfectamente justas y justificadas que implican importantes ahorros de energía física y niveles de confort mucho más elevados que los de hace 100 o 200 años. Cuando, en 1876, el segundo de aquellos barbones alemanes escribió El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre (tómense el ídem de leerlo y háganse, con ello, más humanitos) difícilmente habría imaginado que un lustro después el yerno del primer barbón, Paul Lafargue, iba a reivindicar, en El derecho a la pereza, el papel de la hueva en los procesos de hominización y superhominización. Con ese ensayo cáustico y memorable que se inicia con un provocador epígrafe de Lessing (“Seamos perezosos en todo, excepto en amar y en beber, excepto en ser perezosos”), el franchute se anticipó a lo que un siglo más tarde sería llamado la sociedad del ocio y también, a fin de cuentas, a la sociedad del confort en la que predomina “una conducta no marcada por la necesidad, por la carga de la subsistencia y su ética de la sobrevivencia, sino por la abundancia y el derroche, una sociedad mimada por el confort, marcada por la levitación”, como informa algún seguidor de Peter Sloterdijk, crítico de la razón cínica y teórico de la vida muelle. Entre Engels y Lafargue, otro pensador socialista, August Bebel, reconoció En La mujer y el socialismo (1879) que “la sociedad no puede subsistir sin el trabajo” pero pronosticó que éste se reduciría en forma dramática en todos los ámbitos, incluso el doméstico, gracias al establecimiento de centros de procesamiento de alimentos y de servicios centralizados de lavado, secado y planchado que atenderían a todos los hogares. A juzgar por las fotos, tanto Lafargue como Bebel necesitaban mucho tiempo libre para hacerse sus complejos peinados, en tanto que a Trotsky el tiempo no le rendía ni para arreglarse el cabello.


Paul, August y León

El propio Trotsky se imaginó que, una vez desaparecidas las clases, florecería un mundo en el que los individuos, liberados de jornadas laborales extensas gracias al desarrollo de la productividad y los automatismos tecnológicos, se harían “incomparablemente más fuertes, más sabios y más sutiles. Su cuerpo será más armonioso, sus movimientos, más rítmicos, su voz, más melodiosa”.

Qué va. En este capitalismo vampiresco que no acaba de morirse ni con veinte estacas clavadas en el corazón, nos estamos volviendo orquídeas. Así que, antes de que se me acaben de atrofiar las patas, me apresuro a terminar esta entrega y me voy a caminar por ahí.


Bebel (i) y Lafargue (d), echando la hueva

15.1.09

No ayudes a la masacre

Si vas de compras, no compres sangre de civiles palestinos. Cerciórate de que el código de barras de los productos que adquieres NO empiece con 729:

... y, de preferencia, que no ostenten alguno de estos logos, pertenecientes a empresas que apoyan al régimen genocida de Tel Aviv:


Si los gobernantes no hacen lo que hay que hacer en estos casos -romper relaciones diplomáticas con el régimen asesino de Ehud Olmert y suspender los vínculos comerciales con Israel-, los ciudadanos pueden emprender el boicot por su propia cuenta.

Alegrón


Chin, ya me estaba haciendo ilusiones, pero no: es otro güey con el mismo apellido y, al parecer, igual de ineficiente y de corrupto.

9.1.09

Adopta un muerto

No cierres esta página. No sientas asco ni miedo (no hay nada más inofensivo que un niño muerto). Mira las fotos detenidamente y escoge a tu pequeño cadáver. Conviértelo en parte de tu familia. Llóralo. Entérate de los detalles de su vida. Agrega su foto en tu altar de noviembre. Busca a sus padres y hermanos (si es que están vivos, si es que no los asesinaron a ellos también) y envíales una nota de simpatía. Cuéntales a tus amigos y conocidos (cristianos, judíos, musulmanes, ateos, santeros o concheros) que Ehud Olmert y Tzipi Livni te mataron a un niño al que querías mucho. Tal vez a la vuelta de los meses te sorprenda descubrir que los infantes difuntos no dejan de crecer y que te obligan a crecer con ellos. Puedes optar por uno de los aquí mencionados (haz clic en la imagen para ampliarla, si es que no aprecias bien los rasgos o si el texto explicativo aparece demasiado pequeño) o búscate otro u otra en las noticias (el catálogo está en constante ampliación y se enriquece todos los días). Y, por favor, dale mucho afecto.



































8.1.09

Algunos de sus nombres

Annelies Marie Frank y Safa Ra’d Abu Saif


En estos días he enterrado, en un directorio del disco duro al que puse por nombre “Gaza”, 104 fotos de niños palestinos reventados. Las hallé en páginas electrónicas de diarios, revistas y canales de televisión. Son variadas: con o sin nombre, con o sin historia, en blanco y negro y a color, en primer plano o como panorámica enmarcada por tíos y abuelos desolados; descarnadamente forenses, la mayoría, e incrustadas de manera absurda entre noticias del rompimiento del protocolo de la Casa Real por la flamante ministra de Defensa de España (en una recepción oficial pantalones en vez de vestido largo), sobre la cosa del gas entre Rusia y la Unión Europea y sobre el suicidio del multimillonario alemán Adolf Merckle, quien debido a la crisis económica enfrentaba el grave riesgo de cambiar su automóvil automático por uno de transmisión manual.

El 29 de diciembre recién pasado los hermanos Al-Absi (Sodqui, de cinco años; Ahmed, de 14, y Mohamed, de 12) murieron en el interior de su casa, en Rafah, por los efectos de un misil aire-tierra disparado desde una aeronave israelí. La misma suerte corrió ese día, en Jabaliya, Dena Ba’losha (cuatro años). Al día siguiente un proyectil semejante acabó con la vida de Lama y de Haya Talal Ramadán, dos hermanas de cuatro y 11 años que vivían en Beith Lahiya.

El mundo sigue su marcha, pese a todo: las corbatas Giorgio Armani se siguen vendiendo en las tiendas selectas y algunos dignatarios ilustres le exigen a Hamas que asuma su responsabilidad por la masacre y reivindican el derecho de Israel a la legítima defensa. El destacado filósofo André Glucksmann nos ilustra al respecto: “todos los conflictos son por naturaleza desproporcionados” y “si los adversarios llegaran a un acuerdo sobre el uso de sus medios y los fines que reivindican, dejarían de ser adversarios”. Así pues, no debe echarse mano, ante este episodio, del pensamiento incondicional y, antes de justificar o de aplaudir el asesinato de niños, es preciso examinar las condiciones específicas de cada caso. El problema de esa lógica es que, si bien en lo inmediato concede la razón a Ehud Olmert, a Tzipora Livni y a Ehud Barak, se la da también, en retrospectiva, a Adolf Hitler y a su gobierno en su desempeño ante el alzamiento del gueto de Varsovia. ¿No importa?

Cuando la invasión terrestre en gran escala se sumó a los bombardeos aéreos y navales de Gaza, Al Jazeera (la revista) consignó: “El segundo acto de la carnicería ha comenzado: un poder de fuego abrumador desde tanques, artillería y aviación está matando mujeres y niños en forma indiscriminada”. Hay razones para pensar que la masacre de inocentes empezó mucho antes. Por ejemplo, Safa Ra’d Abu Saif, de 12 años, murió el primero de marzo del año pasado (el mismo día en que Álvaro Uribe perpetraba una masacre en territorio ecuatoriano) en Jabaliya. La niña soñaba con estudiar leyes y dibujaba paisajes a lápiz porque no tenía dinero para comprar pinturas. Hacia las cuatro de la tarde escuchó explosiones, se asomó a la ventana de su casa y fue cazada por francotiradores israelíes. Un proyectil le perforó el pecho y le causó una hemorragia interna. “No puedo respirar”, se quejó la niña. La ambulancia de los paramédicos que pretendieron llegar hasta donde vivía Safa fue tiroteada por los soldados de Israel; con un camillero herido y las llantas reventadas, el vehículo se quedó a unos cientos de metros de la pequeña lesionada que agonizó durante tres horas. Quiero saber cómo eran sus dibujos. Algún día hallaré reproducciones, las imprimiré y las intercalaré entre las páginas del diario de Ana Frank.

Niños muertos de Gaza: en este mundo atenazado por los quebrantos millonarios y por la anorexia de Angelina Jolie, las partidas de ustedes no conmueven a los poderosos. Además la consternación y la rabia son de mal gusto y políticamente incorrectas: de nada sirve explicar que cuando uno repudia a un asesino no está descalificando, con ese acto, su afiliación religiosa, y que ante la comisión de un crimen resulta irrelevante que el criminal sea judío, musulmán, budista o cristiano. Dicen los que sí saben que ustedes, niños muertos, no son ni siquiera los árboles que no dejan ver el bosque de este conflicto sino, acaso, las hojas que no permiten apreciar las ramas: es decir, irrelevantes, anecdóticos y absolutamente colaterales. Y afirman que los carapintadas israelíes arrojan sobre ustedes misiles aire-tierra, bombas de racimo, munición naval, proyectiles de mortero, granadas y balas simples no por el gusto elemental de matar niños, sino porque quieren erradicar los ataques a Israel con cohetes Kassam lanzados desde la franja de Gaza.

Cuando tenía cinco meses de nacido, el bebé Mohammed Naser Al-Bura’i fue muerto en su cuna, una hora después de haber tomado el pecho materno, por los tripulantes de un cazabombardero F-16. Ocurrió la tarde del 27 de febrero de 2008, cuando los aviadores israelíes demolieron a bombazos una casa sospechosa de albergar terroristas y arrasaron, de paso, con la vivienda de la familia Al-Bura’i, situada enfrente. Un día después, el 28, en Jabaliya, Omar Hussein Dardouna, de 14 años, y dos amigos suyos cuyos nombres no encuentro, perdieron la vida cuando jugaban futbol, al ser alcanzados por misiles disparados desde un avión israelí de reconocimiento. Los cuerpos de los tres quedaron irreconocibles y otros menores resultaron heridos en el ataque.

Los defensores de Israel poseen helicópteros Apache con visores de visión nocturna, tanques Merkava dotados de cañones de 120 milímetros y cazabombarderos F-16 capaces de llevar, cada uno, una carga de explosivos de alta potencia equivalente al peso conjunto de 200 niños palestinos. 87 menores muertos, era el dato que presentaba la televisión francesa a comienzos de esta semana como resultado de los ataques israelíes sobre la franja de Gaza. 237 fallecimientos de niños, dijo Al Jazeera el miércoles. Ciento treinta y tantos, se ha afirmado por ahí. A ojo de buen cubero, un solo F-16 tiene la potencia suficiente para transportar todos esos cadáveres fuera de nuestra vista y lejos de nuestro desayuno. Y es que ustedes, infantes palestinos muertos, son incómodos, inquietantes, azarosos y tan indeseables como lo fueron mientras vivían. Rudeina, de cuatro años; Mu’sad, de 12 meses; Saleh, de cinco años; Salsabeel Maged Mohamed, de año y medio; Khaled Maher, de siete, asesinado en Nablus en 2004; Jakleen, de 17, muerta en Gaza de un tiro en la cabeza; pequeña Iman, descuartizada en Khan Yunes en 2001, cuando no había llegado a los cinco meses de vida; Hana (3), muerta en abril pasado en Gaza; Eyad (16), Belal (13), Amira (20 días de nacida), Ali Munir (7), bebé Malak, Salwa (14), Dena (4), Jawaher (8), Samer (12), Ekram (14) y Tahreer (16) Anwar Ba’losha, Huda Shalof (11 meses)... Faltan muchos nombres pero, sobre todo, faltan muchos niños.

El ejército israelí tiene aviones supersónicos y tanques con equipos electrónicos y submarinos y bombas atómicas y armas ultraprecisas y el mejor servicio de inteligencia del mundo, el cual tendría que explicar a los operarios de las armas las diferencias morfológicas entre un misil Kassam y un organismo humano en proceso de crecimiento. Ante ese poderío no hay nada que hacer cuando no se dispone de más armas de destrucción masiva ni de otros objetos punzocontundentes que un teclado de computadora. O sí: juntar y escribir, niños palestinos muertos, sus nombres, algunos de sus nombres.

6.1.09

Voces sobre Gaza


Hace unos días, el escritor Abraham Yehoshúa, residente en Tel Aviv, pedía “evitar a toda costa una incursión terrestre” de las tropas de Israel sobre la Franja de Gaza, “no sólo por la vida de los soldados, sino porque morirían muchos civiles palestinos; son nuestros vecinos; nos jugamos nuestro futuro” (El País, 4/01). Poco después, los hechos le dieron la razón, en lo que toca a bajas israelíes: una treintena de efectivos del régimen agresor habían sido heridos en las primeras horas de la ofensiva por tierra (El Mundo, 4/01). Pero, por lo que respecta a los muertos y heridos palestinos, ya la artillería terrestre y marítima y los bombardeos aéreos (que incluyen el lanzamiento de bombas de racimo y de fósforo blanco y de proyectiles de uranio empobrecido) habían producido más de un millar antes de que la infantería y los blindados iniciaran su avance; ya van tres mil heridos.

Giora Rom escribió: “Los pilotos lanzan bombas. Los pilotos matan gente. Los pilotos destruyen cosas cuya construcción implicó un gran esfuerzo. Los pilotos hacen todo eso sin ver de cerca el resultado de sus actos”. Algunos son incapaces, al igual que los pilotos, de ver de cerca lo que ocurre en Gaza. Señaló Gideon Levy: “¿Que liquidaron a Nizar Ghayan (dirigente de Hamas)? Nadie cuenta a las 20 mujeres y a los niños que perdieron la vida en el mismo ataque. ¿Que hubo una masacre de docenas de efectivos durante la ceremonia de graduación de la academia de policía? Aceptable. ¿Y las cinco pequeñas hermanas? Permitido. ¿Que los palestinos se están muriendo en hospitales que carecen de equipo médico? Cacahuates.” Los hechos: de las primeras 19 bajas palestinas producidas por la invasión terrestre, tres eran miembros de Hamas y el resto, civiles (textos en Haaretz, 4/01).

Dice Jaber Wishah, residente en el teatro de operaciones: “La gente apoya más que nunca a Hamas porque han llegado a un punto en que la vida y la muerte son casi lo mismo. Sabemos que podemos morir en cualquier momento aunque no tengas relación con un objetivo militar israelí, sólo por vivir en el mismo barrio. El resultado sólo será más fanatismo”. El siquiatra Taysir Piab, quien vive en el campo de refugiados de Yabalia, complementa: “Cuando mis cinco hijos oyen volar los (cazabombarderos israelíes) F-16, empiezan a gritar. Las consecuencias sicológicas para los más pequeños van a ser terribles. Los niños están aprendiendo que los problemas sólo se solucionan con violencia” (El País, 5/01).

La responsabilidad de los gobernantes israelíes en el fortalecimiento de Hamas no empezó en diciembre pasado. Como lo explica el admirable Uri Avnery, “durante años, las autoridades ocupantes favorecieron el movimiento islámico. Las otras actividades políticas eran rigurosamente suprimidas, pero (a Hamas) se le permitía operar en las mezquitas. El cálculo era simple e ingenuo: en ese tiempo, la OLP era considerada el enemigo principal, Yasser Arafat era el Satán corriente. El movimiento islámico predicaba contra la OLP y Arafat y era visto, por ello, como aliado” (Gush-Shalom.org, 3/01, recibido gracias a Eduardo Mosches).

Algún día los ciudadanos israelíes le reclamarán a su propio gobierno la responsabilidad por la inseguridad que padecen. Podrían reclamársela al gobierno palestino si éste existiera, pero no hay tal: las autoridades de Tel Aviv han torpedeado en forma sistemática los empeños por establecerlo y con ello, y con sus políticas genocidas, han puesto en entredicho la viabilidad y el futuro de Israel mismo.

Otras voces: me enviaron réplicas discordantes a la entrega pasada Alejandro Zuchovicki (“tu nota no posee ningún tipo de análisis”); José Martínez Guerrero (“entre los judíos auténticos, sus preceptos indican que no debieron haber incurrido jamás en la creación de un Estado”); Jacqueline Feiguelblat (“sus comentarios, tanto como su persona, merecen mi completo repudio y desprecio”); Mariano González Tena (los judíos “son el tumor canceroso del mundo”); Álvaro Albarrán González (“ante la barbarie mostrada por Israel es difícil no ser antisemita”); Leticia Singer (“¿Usted llama a Israel Estado terrorista? ¿No es Hamas un grupo terrorista? Sólo acuérdese cómo se hizo del poder”) y Salomón Peralta (“nos dice que Occidente debe intervenir para contener, rescatar y salvar a Israel de sí mismo: ¡Qué ingenuidad!”). Noemi Ehrenfeld envió una apreciable corrección ortográfica (“si desea felicitar a sus amigos judíos o no, hágalo bien: es shaná tová, con v, y no como Ud. lo escribió, con b”). En El Correo Ilustrado (4/01) Alejandro Frank pretendió, sin ningún fundamento, involucrarme en la polémica iniciada por los detractores de Alfredo Jalife en el desplegado del 19 de diciembre. Agradezco, desde luego, las concordancias y el afecto de Gilberto López y Rivas, de Silvana Rabinovich, de Vicente Reyes de León y de Arturo Verduzco. Alto a la masacre de palestinos; tropas asesinas, fuera de Gaza.

Paren esta mierda.