3.2.04

La ruina


He pasado la semana borrando del disco duro centenares de mensajes infectados por una instrucción maligna: las huestes de Mydoom (mi ruina), o Novarg, o Shimgapi, tomaron por asalto la red mundial; el domingo lograron postrar el sitio de SCO, la empresa dueña del Unix, y hoy librarán una batalla decisiva contra el servidor de Microsoft. Las bajas de esta guerra son mucho menos preocupantes que los muertos de carne y hueso de las contiendas militares, no sólo porque se trata de computadoras sino porque las máquinas tocadas por el virus no “mueren” ni sufren destrucción física. La peor de las consecuencias en caso de infección sería un formateo de disco duro. Pero las cifras no dejan de resultar impresionantes: cientos de millones de mensajes generados y millones de aparatos infectados con un síndrome que se replica a sí mismo por las venas abiertas de Internet sin más propósito que propinar un castigo ruinoso a Bill Gates y a otros monopolistas de la informática.

En estas sociedades mundiales en que la seguridad con todos su apellidos (nacional, informática, personal, sexual, financiera, social) es un valor de culto, la propagación de Mydoom resulta un prodigio perverso. Si los autores desconocidos del código logran tumbar la página de Microsoft, habrán logrado parecerse a los responsables de los exitosos ataques del 11 de septiembre de 2001. Y es que el travieso que trae en jaque a la mayor corporación de software del mundo mediante la programación y difusión de unas cuantas líneas de instrucciones recuerda a la veintena de fanáticos que, con o sin ayuda de las cloacas políticas de Washington, asestaron el mayor ataque que haya sufrido nunca Estados Unidos en su propio territorio.

Al igual que aquellos atentados terroristas, la propagación de Mydoom es un acto ruin porque se cobra muchas víctimas inocentes --aunque no se trate de bajas fatales-- entre usuarios individuales, pequeñas compañías y organizaciones que dependen en buena medida de sus computadoras. Pero, como ocurrió el 11 de septiembre, la progresión geométrica del gusano informático tiene razones mucho más profundas que la mera maldad humana. Emulando al Bush de 2001, Gates puede preguntarse ahora “¿por qué me odian?”, y si lo hace con honestidad --como no fue el caso del presidente-- encontrará cuando menos una docena de respuestas a la pregunta. Tanto en el hardware como en el software, la industria estadunidense lleva muchos años de arruinar toda posible diversidad y competencia, de dictar órdenes, de avasallar, de depredar al mundo. La uniformidad resultante de esas prácticas tiene pies de barro, y hoy es posible que un adolescente genial ponga en aprietos a un sistema informático planetario basado en computadoras normalizadas y sistemas operativos hegemónicos. Además, el poder de procesamiento, la conectividad y la flexibilidad de las computadoras actuales son un caldo de cultivo de sueño para los creadores de virus.

El mundo virtual se parece al real, y en éste la proliferación de cepas malas es también un signo de los tiempos. La globalización es una banda ancha para la expansión del sida, el ébola, la neumonía atípica y la más reciente criatura de la serie: la gripe de las aves. Pero este segundo paralelismo ha de ser una mera coincidencia, y no veo razones para empezar a organizar la fiesta del fin del mundo.

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