24.2.04

De compras


El nombre de Muamar Kadafi debe provocar calambres en las entrañas de Abdul Qadir Jan, el científico paquistaní que dirigió el exitoso programa de armas nucleares de su país y que en algún momento incierto de su carrera emprendió una operación de optimización de utilidades mediante la venta de secretos atómicos a Libia, Irán y Corea del Norte. Jan organizó lo que los expertos llaman un “supermercado nuclear” en el que, a decir de los perspicaces, tuvieron que haber estado involucrados los altos mandos militares y los servicios de información de Pervez Musharraf, el dictador de turno en Islamabad. El científico paquistaní fue descobijado cuando, en diciembre pasado, el gobierno de Trípoli decidió confesar y revelar sus propios planes de desarrollo de armas atómicas, ofreció disculpas y prometió, en lo sucesivo, portarse bien. Jan hubo de hacer otro tanto. Tras su petición de clemencia, Musharraf lo perdonó y optó por dar vuelta a una página por demás comprometedora. El gobierno iraní, por su parte, admitió el domingo que había comprado “componentes nucleares de varios proveedores”, pero siguió negando cualquier intención de fabricar bombas con esa tecnología. Corea del Norte adoptó, desde el año pasado, una actitud opuesta: presumió sus armamentos nucleares y le dijo al gobierno de George W. Bush que deje de estar molestando si no quiere que el territorio estadunidense se convierta en campo de pruebas para las rudimentarias (es de suponer) armas nucleares made in Pyongyang.

Pese al arrepentimiento de Kadafi y a las negativas iraníes, la postura de los gobernantes norcoreanos se ha visto reforzada por diversos acontecimientos del año pasado y del presente.

En primer lugar, si se coteja la aparente disociación de Washington en su accionar ante Corea del Norte e Irak, es obligado concluir que el factor que convenció a Bush y a Tony Blair de la pertinencia de invadir el segundo de esos países no fue la posesión de armas de destrucción masiva por el gobierno de Bagdad sino, por el contrario, la certeza secreta de que no las tenía.

Luego está el caso de India y del propio Pakistán, dos estados en perpetuo y peligroso desasosiego bélico que un buen día anunciaron graciosamente su ingreso al club de los atómicos. Nadie, ni en Washington ni en Londres ni en Moscú, movió nunca un dedo para detener los respectivos programas de armamentismo nuclear de esos países, de modo que cuando Islamabad y Nueva Delhi realizaron sus primeras pruebas atómicas la comunidad internacional aceptó sin chistar que los acuerdos de no proliferación habían sido burlados y que la Agencia Internacional de Energía Atómica era una suerte de decorado de yeso en la pared de algún teatro. Ni Estados Unidos ni Inglaterra tuvieron, antes o después de esos acontecimientos, la ocurrencia de invadir India o, al menos, Pakistán, y eso que se requeriría de muy poco volumen encefálico o de una ausencia total de escrúpulos para calificar al régimen paquistaní de democrático. Y ahí están ahora ambos países belicosos, muy bien peinados y compuestos, arreglando pacíficamente sus diferencias.

Otro elemento a considerar es la impunidad de que goza el gobierno israelí. Ariel Sharon construye sin cortapisas una cerca que es, al mismo tiempo, una frontera a la carta para los israelíes, una jaula nacional para los palestinos y una razón de ser para los perpetradores de nuevos atentados terroristas. Semejante atropello a la legalidad internacional puede realizarse sin problemas por una verdad de superficie --Estados Unidos está dispuesto a permitirle cualquier cosa a su aliado regional-- y por una certeza de fondo: Tel Aviv dispone de un arsenal nuclear, y por ello ningún poder del mundo es capaz de obligarlo manu militari a respetar las líneas de demarcación internacionalmente reconocidas, salvo que acepte el riesgo de desatar una conflagración atómica.

Vistos en conjunto, esos hechos, lejos de disuadir a cualquier país de dotarse de armamento nuclear, representan un aliento a la proliferación de armas de destrucción masiva. Tal vez el supermercado atómico que organizó Abdul Qadir Jan para redondear sus ingresos haya sido desmantelado, pero el mercado negro de tecnología y partes proseguirá, por la simple razón de que este mundo está regido por la lógica de la mayor ganancia al menor riesgo, la misma que llevó a Bush y a Blair a destruir Irak: máximas utilidades para Halliburton y nulas posibilidades de un contraataque iraquí con armas de destrucción masiva. Por eso, algunos gobiernos de los que se sospecha y otros que ni siquiera se tienen en mente en el momento actual concluirán que es un buen momento para ir de shopping, y de seguro ya lo están haciendo.

17.2.04

El enemigo


En el Irak de hoy día hay muchos bandos: los ocupantes extranjeros --y los distintos grupos de accionistas que conforman la ocupación--, sus títeres locales, con sus ramificaciones, y los estamentos enemigos de Saddam Hussein que no colaboran con los invasores. Hay, además, un frente nebuloso e incierto que cada semana hace volar comisarías de colaboracionistas y convoyes de ocupantes, que ocupa poblados en acciones relámpago y que, cada vez que puede, derriba helicópteros enemigos.

Nadie sabe a ciencia cierta quiénes están detrás de esas acciones ni el nombre de las organizaciones --si es que tienen nombre-- que los articulan, ni las ideologías de sus combatientes. Las agencias occidentales repiten como loros lo que les dictan los altos mandos militares de la ocupación: “grupos rebeldes aparentemente formados por milicianos leales a Saddam Hussein y por combatientes extranjeros”, dice AP en uno de sus despachos. A veces, el atribulado procónsul Paul Bremer introduce una variación en la partitura y atribuye a Al Qaeda los ataques contra objetivos estadunidenses y colaboracionistas. Refiriéndose al ataque del sábado en Fallujah, donde murieron decenas de policías iraquíes leales al gobierno títere, Bremer insistió en los “extranjeros”, pero un oficial estadunidense hizo notar que “fue algo preparado por gente con conocimientos militares”.

Tales explicaciones pueden tener cierta pertinencia literaria, pero en la realidad son tan insostenibles como los villanos de las películas de Batman. Saddam Hussein, quien hasta marzo pasado fue un dictador sanguinario y despiadado, hoy se encuentra reducido a la condición de despojo de guerra, incapaz de suscitar la lealtad de nadie, ni de sí mismo; la gran mayoría de los operadores de la tiranía ya han sido capturados, y los que quedan prófugos han de estar, al igual que Saddam cuando lo descubrieron, sembrados como zanahorias en discretos agujeros del campo iraquí. Al Qaeda no dispone, en Irak, de un tejido social tan vasto como el que se requiere para planear las acciones de guerra referidas, realizar labores de inteligencia, transportar armamentos, esconder, alimentar y vestir a los combatientes y alertar a los comerciantes para que cierren sus establecimientos antes de las explosiones, sin que la noticia llegue a oídos de la policía colaboracionista. Y en cuanto a los “extranjeros”, es absurdo pensar que los miles de hombres necesarios para realizar los ataques puedan entrar y salir de Irak --en este Irak ocupado, vigilado, arrasado, espiado y reprimido-- como si se tratara de las hordas sabatinas de gringos que visitan los burdeles de Tijuana.

Hay que decir lo evidente: el único actor capaz de mantener semejante resistencia armada contra la máxima potencia militar del planeta es el propio pueblo iraquí en sus distintas expresiones: kurdos, chiítas y sunitas, baazistas o no, liberales y tradicionalistas, laicos y religiosos, hombres y mujeres. Ese pueblo multitudinario y fraccionado sobrevivió a los horrores de Saddam, pero también a las masacres de 1991 y 2003, y hoy está comunicando la noticia de su persistencia. Si el resto del mundo no la quiere oír, peor para el resto del mundo: muchos más extranjeros --soldados, espías, misioneros, empresarios, diplomáticos y “expertos”-- volverán de Irak a sus países de origen en bolsas de plástico y apestando a cloroformo. Sería más saludable para todos, y menos oneroso en vidas, que la coalición angloestadunidense reconociera desde ahora que ese enemigo ya le ganó la guerra y actuara en consecuencia.

10.2.04

Privatícenlo todo


Hace ocho años, en un encuentro de periodistas que tenía lugar en Washington, el entonces todopoderoso dictador peruano Alberto Fujimori pretendió explicar la pertinencia de las privatizaciones de empresas públicas exponiendo el estado ruinoso en que se encontraban las escaleras de una plataforma marítima que él había visitado recientemente en compañía de uno de sus hijos. El peligro que el cachorro presidencial corrió ante un peldaño de madera un poco podrida era suficiente argumento, a su juicio, para rematar Petroperú al mejor postor. Un informador avezado le preguntó si la empresa no generaba utilidades y si no eran suficientes para reparar la instalación de marras. “Uy --replicó el gobernante--, pero es que para la administración pública es muy difícil administrar esos dineros.” El periodista volvió a la carga e inquirió por el origen de la dificultad: ¿se refería el mandatario a la incapacidad de los empleados públicos o a su tendencia a robarse los fondos? Fujimori optó entonces por hablar del terrorismo y de lo fascinante que resulta la cuenca del Pacífico, en la que conviven asiáticos, americanos, ballenas y tortugas.

Con argumentos similares a los del ahora exiliado dictador, las clases políticas y los grupos gobernantes que preconizan la liquidación de los bienes públicos se han realizado un hara-kiri --sin alusión a los orígenes de Fujimori-- al insistir, una y otra vez, en su incompetencia administrativa y su afición a hincar la uña en los recursos públicos. Lo malo es que nadie advirtió, en su momento, la feroz autocrítica que implicaban los afanes privatizadores. Si esos gobernantes no eran capaces de gestionar las empresas del Estado, o sólo podían hacerlo de manera corrupta, la solución obvia no era vender las empresas, sino cambiar de gobernantes.

Pero la historia fue como fue, y los Menem, los Salinas, los Fujimori, los Zedillo, los Collor, los Sánchez de Lozada y los Cardoso nos han ido dejando sin líneas aéreas, sin empresas telefónicas, sin yacimientos petrolíferos fiscales, sin carreteras, sin puertos y aeropuertos, sin generadoras de electricidad, sin medios informativos, sin editoriales, sin productoras de televisión y cine, sin siderúrgicas, sin potabilizadoras de agua, sin gaseras, sin minas, sin bancos, sin fondos de retiro, sin aduanas, sin cárceles y hasta sin policías. Paso a pasito nos quedaremos también sin escuelas, sin universidades, sin museos, sin parques, sin zoológicos, sin registros civiles y vehiculares, sin catastros y sin entidades organizadoras de elecciones. El único terreno en el que ninguno de los privatizadores se ha atrevido a aplicar su lógica es el de los ejércitos, y no porque falten ganas de liquidar las instituciones armadas de América Latina y sustituirlas con corporaciones privadas, sino por miedo elemental a los responsables de mantener y usar el armamento.

Con esas desincorporaciones, los privatizadores se quedaron sin oportunidades para demostrar cuán ineficaces podían ser como administradores y sin posibilidades de seguirle robando al erario. Como compensación por ese angostamiento de sus horizontes profesionales, en cada remate de bienes públicos se guardaron, en un doblez muy escondido de sus sacos, comisiones y regalías secretas. Una pequeña fracción de tales corruptelas ha salido a la luz, pero la mayoría no va a saberse nunca.

En la industria, en los servicios, en el campo y en el gobierno, los conjugadores incondicionales de los verbos desregular, abrir, reformar, adelgazar, privatizar, reestructurar, subcontratar, licitar, concesionar y desincorporar han ido practicando agujeros en el tejido que los sostiene a ellos en el poder.

Terminen de privatizarlo todo, pues; lleven su lógica hasta las últimas consecuencias, renuncien a sus frasecitas de participación ciudadana, cámbienlas por consignas de atención al cliente, firmen contratos con Rand Corporation, Procter & Gamble, Coca-Cola, Vivendi y McDonald’s, y entreguen a esas honestas y eficientes compañías las direcciones generales, los ministerios y las presidencias de estas privatizadas repúblicas. Háganlo pronto, eso sí, cuando todavía tienen entre las manos algunos jirones de poder y soberanía nacional que ofrecer a cambio de posiciones en los respectivos consejos de administración.

3.2.04

La ruina


He pasado la semana borrando del disco duro centenares de mensajes infectados por una instrucción maligna: las huestes de Mydoom (mi ruina), o Novarg, o Shimgapi, tomaron por asalto la red mundial; el domingo lograron postrar el sitio de SCO, la empresa dueña del Unix, y hoy librarán una batalla decisiva contra el servidor de Microsoft. Las bajas de esta guerra son mucho menos preocupantes que los muertos de carne y hueso de las contiendas militares, no sólo porque se trata de computadoras sino porque las máquinas tocadas por el virus no “mueren” ni sufren destrucción física. La peor de las consecuencias en caso de infección sería un formateo de disco duro. Pero las cifras no dejan de resultar impresionantes: cientos de millones de mensajes generados y millones de aparatos infectados con un síndrome que se replica a sí mismo por las venas abiertas de Internet sin más propósito que propinar un castigo ruinoso a Bill Gates y a otros monopolistas de la informática.

En estas sociedades mundiales en que la seguridad con todos su apellidos (nacional, informática, personal, sexual, financiera, social) es un valor de culto, la propagación de Mydoom resulta un prodigio perverso. Si los autores desconocidos del código logran tumbar la página de Microsoft, habrán logrado parecerse a los responsables de los exitosos ataques del 11 de septiembre de 2001. Y es que el travieso que trae en jaque a la mayor corporación de software del mundo mediante la programación y difusión de unas cuantas líneas de instrucciones recuerda a la veintena de fanáticos que, con o sin ayuda de las cloacas políticas de Washington, asestaron el mayor ataque que haya sufrido nunca Estados Unidos en su propio territorio.

Al igual que aquellos atentados terroristas, la propagación de Mydoom es un acto ruin porque se cobra muchas víctimas inocentes --aunque no se trate de bajas fatales-- entre usuarios individuales, pequeñas compañías y organizaciones que dependen en buena medida de sus computadoras. Pero, como ocurrió el 11 de septiembre, la progresión geométrica del gusano informático tiene razones mucho más profundas que la mera maldad humana. Emulando al Bush de 2001, Gates puede preguntarse ahora “¿por qué me odian?”, y si lo hace con honestidad --como no fue el caso del presidente-- encontrará cuando menos una docena de respuestas a la pregunta. Tanto en el hardware como en el software, la industria estadunidense lleva muchos años de arruinar toda posible diversidad y competencia, de dictar órdenes, de avasallar, de depredar al mundo. La uniformidad resultante de esas prácticas tiene pies de barro, y hoy es posible que un adolescente genial ponga en aprietos a un sistema informático planetario basado en computadoras normalizadas y sistemas operativos hegemónicos. Además, el poder de procesamiento, la conectividad y la flexibilidad de las computadoras actuales son un caldo de cultivo de sueño para los creadores de virus.

El mundo virtual se parece al real, y en éste la proliferación de cepas malas es también un signo de los tiempos. La globalización es una banda ancha para la expansión del sida, el ébola, la neumonía atípica y la más reciente criatura de la serie: la gripe de las aves. Pero este segundo paralelismo ha de ser una mera coincidencia, y no veo razones para empezar a organizar la fiesta del fin del mundo.