20.1.04

Vuelta al espacio


Hay cierta continuidad entre las expediciones de conquista a Afganistán e Irak y los planes pomposos para volver a la Luna y posar en Marte unos pies envueltos en calzado neumático. La sed de los votos de noviembre se hace sentir desde ahora en un gobierno estadunidense que se ha quedado sin enemigos verosímiles en la Tierra y voltea la vista a la soledad y la aridez de los valles marcianos como próximos desafíos para vender a su opinión pública.

En realidad, los pomposos anuncios cósmicos de George Walker Bush no representan una incursión en el futuro, sino una manera de refugio en el pasado, concretamente en los años 50 y 60, cuando los gobernantes de Estados Unidos y la Unión Soviética descubrieron que era mucho más barato enfrentarse en combates simbólicos fuera de la atmósfera que destruir sus respectivos países a punta de detonaciones nucleares. No es casual el hecho de que los primeros satélites de ambos bandos, al igual que los cosmonautas y astronautas, hayan viajado en la punta de misiles balísticos intercontinentales desarmados de sus cabezas atómicas y adaptados con prisa para los torneos espaciales. Desde un punto de vista humanitario, hay que agradecer el que estadunidenses y soviéticos hayan enviado sus misiles al espacio exterior en vez de reventárselos mutuamente en la cabeza. Pero, en la lógica costo-beneficio de la investigación científica, las misiones espaciales de aquellos años fueron básicamente un capricho y las piedras lunares traídas por los astronautas y las sondas automáticas costaron una delirante millonada.

La épica cósmica lograda por Kennedy y Krushev en los primeros años 60 se agotó en una década. Cuando Nixon, emulando al primero, anunció la conquista de Marte en cosa de 10 años, su promesa sonó hueca y farsista, y además la economía ya no estaba para despilfarros. La carrera espacial había terminado siendo insostenible, de modo que las dos superpotencias abandonaron el afán exploratorio y se pusieron a considerar, en los años 80, ya en tiempos de Reagan y de Brejnev, la militarización de la actividad espacial. La Iniciativa de Defensa Estratégica (IDE), lanzada por el primero, conocida popularmente como “la guerra de las galaxias”, reactivó la economía de algunas regiones de Estados Unidos; concretamente, Nueva Inglaterra se llenó de efímeros centros de tecnología de punta que se quedaron sin contratos en cuanto la extinción del enemigo hizo innecesaria la nueva escalada.

Actualmente el programa espacial ruso procura reunir y limpiar los escombros del soviético; la NASA, por su parte, hace mucho tiempo que dejó de ser la gran promotora de tecnología y se abastece de partes en tiendas Radio Shack. La aburrida construcción de la Estación Espacial Internacional ha representado la homologación de los ritmos astronáuticos a las posibilidades económicas reales del Occidente desarrollado, y los niños del presente tienen más conocimientos sobre la superficie marciana que los astrónomos de hace dos décadas. Los viajes cósmicos no van a recuperar nunca la épica de los años 60 ni la poética de Ray Bradbury y Arthur C. Clark.

En esas condiciones, las arias espaciales entonadas por Bush resultan un fraude de lo más pinche. En el peor de los casos, el actual presidente de Estados Unidos carece de cualquier posibilidad de dirigir el programa cósmico de su país más allá de 2008, es decir, si es que se concreta la tragedia de su reelección. Pero el desplante ha tenido ya consecuencias nefastas para la investigación científica: a raíz de la reasignación de la correspondiente reasignación presupuestal en la agencia espacial de Estados Unidos, por ejemplo, el telescopio espacial Hubble se ha quedado sin posibilidad de recibir mantenimiento y quedará del todo inutilizado, en consecuencia, en 2007 o 2008. Las panorámicas enviadas por el explorador Spirit, difundidas hasta el hartazgo por los medios informativos, son un espejismo. Con Bush en la Presidencia, el horizonte de Marte está más lejano que nunca.

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