29.10.02

Anestesia


El gobierno ruso tuvo una espléndida idea para resolver la crisis de los rehenes en el teatro del antiguo Palacio de la Cultura de Moscú: dormir a los terroristas chechenos mediante la aplicación, en el local, de un gas inocuo con propiedades anestésicas. De esa manera las tropas especiales del Ministerio del Interior podrían quitarles a los rehenes, también dormidos, con la misma suavidad con la que se le retira el oso de peluche a un infante para que no le estorbe el sueño.

Visto con atención, el plan del gobierno de Putin era casi perfecto. Lo único que no resultaba factible era que las fuerzas de asalto repartieran catres, almohadas y cobijas para que los terroristas chechenos y sus secuestrados pudieran abandonarse a un sueño reparador mientras los primeros eran rescatados de los segundos, y los segundos eran rescatados de sí mismos por un gobierno maternal y hasta consentidor.

Era una idea tan astuta como humanitaria que habría evitado un baño de sangre, ataques cardiacos entre los espectadores retenidos y hasta golpes. Si funcionaba correctamente, el método podría ser sistematizado y exportado a países necesitados de herramientas de coerción suave.

Es cierto que no funcionó a la perfección, que casi 120 rehenes se quedaron dormidos para siempre, que otros 200 permanecen hospitalizados y que algunos de los asaltantes recibieron el tiro de gracia mientras soñaban que saltaban en una pradera verde y cálida. Pero lo verdaderamente importante de esta historia no es el número de fallecimientos, sino la propuesta de que un crimen es menos atroz si se ahorra el sufrimiento a la víctima. En el fondo, las buenas intenciones de Putin y sus empleados se hermanan con las ideas de las autoridades penales de Estados Unidos sobre la pena de muerte: en la triple inyección con que se ejecuta a los condenados la primera sustancia es un sedante, y la segunda un anestésico general; cuando el pobre diablo recibe la tercera carga, la mortal, se encuentra tan consciente como una lechuga hervida.

Es razonable suponer que, tras la experiencia lograda por las fuerzas especiales moscovitas, se popularicen, en la lucha contra el terrorismo, nuevos instrumentos de tecnología y piedad avanzadas, como balas y cuchillos con anestesia de efecto fulminante. También habría que pedir al gobierno ruso que revele, por caridad, el secreto de su gas, a fin de que éste, de ahora en adelante, pueda ser esparcido sobre los campos de batalla --ciudades palestinas, villorrios afganos, hoteles balineses, autobuses israelíes-- segundos antes de que las armas realmente mortíferas entren en acción. De esa manera se lograría un adelanto enorme en la ética del poder, porque podría empezar a hablarse del ejercicio de una violencia humanitaria.

22.10.02

El francotirador


Hace 39 años, Lee Harvey Oswald cambió la historia de Estados Unidos con un rifle para cazar venados. Según la versión oficial, ese solo instrumento, operado a cientos de metros de su objetivo, bastó para destruir la masa encefálica del entonces presidente John Fitzgerald Kennedy, situar en la Casa Blanca a un texano no muy distante del analfabetismo (justo como el actual) y desencadenar sobre la población del país vecino una sensación de desamparo y orfandad en cuya superación se han invertido, desde entonces, muchos miles de billones de dólares. Estados Unidos es una nación belicosa, y esas sumas astronómicas sólo por excepción han servido para financiar décadas-hombre de divanes sicoanalíticos; en su enorme mayoría, los dólares se han ido en máquinas, sistemas, instalaciones, satélites, circuitos y lámparas para identificar, iluminar, neutralizar y destruir a un enemigo nacional cruelmente ubicuo y dotado de una increíble capacidad de transformación y mutación.

El siguiente gran ataque a la seguridad (espiritual y física) de los gringos ocurrió hace un año, y requirió muchos más medios materiales que un simple rifle de cacería. Según la versión oficial, Al Qaeda empleó 19 operadores (el vigésimo, al parecer, se quedó dormido y perdió el vuelo), cuatro aviones de pasajeros, cientos de miles de litros de combustible, dos edificios de fama mundial y más de 3 mil cuerpos humanos --el evidente interés de los terroristas estaba en los organismos, no en los individuos-- para producir un shock que superó, con mucho, el asesinato de Kennedy. A diferencia de lo ocurrido en Dallas, en Nueva York no fue necesario eliminar la masa encefálica del presidente, acaso porque el de turno ha dado muestras de no tener demasiada.

Uno de los indicios más sólidos de lo anterior es que, para reparar la seguridad (síquica y militar) de un país devastado por esos ataques, hace cosa de un año George W. Bush pidió y obtuvo de su Congreso un presupuesto militar de 318 mil millones de dólares, aplicables tanto dentro como fuera del territorio de Estados Unidos. No se le ocurrió que la destrucción de Al Qaeda no requiere de más bombarderos, submarinos, misiles crucero, satélites y tanques sino, sobre todo, de una ardua labor de diplomacia, de inteligencia, de acciones encubiertas y, en una actitud propositiva, de programas para el desarrollo y la cooperación internacional. Este mes, el Legislativo y el Ejecutivo de Estados Unidos decidieron incrementar el presupuesto de defensa en 12 por ciento para el año próximo.

Con una pequeña fracción de esas sumas disparatadas, ya se sabe, el mundo podría realizar grandes avances en materia de combate a la pobreza, de contención de la epidemia de sida o de promoción de la cultura. Pero no es ése el punto. Lo más triste es que el gobierno de Estados Unidos, con todo y sus 318 mil millones de dólares, no ha sido capaz de proteger la vida de nueve ciudadanos asesinados de un solo balazo, cada uno por alguien o algo interesado en generar una nueva ola de terror en los suburbios de la capital del país más poderoso --y el más impotente-- del mundo.

Habida cuenta de la participación del Pentágono en la cacería de sospechosos, es justo equiparar a quien sea el responsable de los homicidios con las fuerzas armadas de Estados Unidos, y constatar que el francotirador --si es que es uno, si es que existe, si es que no se trata de un equipo de exterminadores concebido para generar quién sabe qué efectos en la opinión pública-- se ha anotado un demoledor y horrendo triunfo en materia de rentabilidad y correlación de costo-beneficio: hasta ayer, una camioneta blanca, unas cartas de tarot y un rifle de asalto calibre .223 habían logrado derrotar los esfuerzos multimillonarios que realiza el gobierno de Estados Unidos para garantizar la vida de sus ciudadanos. A menos, claro, que los homicidios de Maryland sean una parte inconfesable de tales esfuerzos.

8.10.02

Doctor Guevara


En Rosario cae la tarde. Hace ya mucho tiempo que el doctor Guevara alcanzó la edad en la que la razón corroe las convicciones morales absolutas: a sus 74 años mira hacia atrás, contempla la obra de su vida y se siente feliz, pese a todo. El mundo no cambió en la manera radical que él, siendo joven, habría esperado; la historia se movió en direcciones contradictorias y ahora todo está, a un tiempo, peor y mejor que antes. Él, en este albor de milenio nuevo, también está peor y mejor que en los idílicos años 50, cuando estuvo a punto de embarcarse con los jóvenes soñadores que intentaron hacer una revolución en Cuba y que murieron –todos-- ametrallados por las tropas de Fulgencio Batista en la Playa de las Coloradas, justo después de desembarcar de un yate de recreo antes de que pudieran internarse en la zona de manglares, rumbo a la Sierra. “En el año 1956 seremos libres o seremos mártires”, había declarado Fidel Castro, el líder de aquella aventura, y resultó lo segundo.

En ocasiones, el doctor Guevara recuerda esa época y sueña con el mundo que sería si él hubiese subido a la embarcación para morir unos días después en una playa extranjera. Tal vez se habría convertido en una leyenda mundial, en el paradigma de la generosidad y el sacrificio, en el ejemplo de la entrega desinteresada a causas ajenas y extrañas. Acaso su cara de muchacho imberbe hubiese sido estampada por miles, junto con las de los otros expedicionarios, en los billetes de banco y en los edificios de la nueva Cuba. Pero las cosas ocurrieron de diferente manera, y a él le parece que la vida es un compendio de satisfacciones y de frustraciones que en total suman algo muy cercano a cero, pero que vale la pena tal como es y por sí misma.

El doctor Guevara desperdició esa oportunidad remota de convertirse en un héroe mítico --o, quién sabe, en un mero organismo muerto y desamparado, tostado por el sol de una playa extranjera-- pero después de esas noches frías de México al lado de Castro y sus cubanos revolucionarios volvió a interesarse en la medicina. Regresó a la universidad, cursó estudios superiores en epidemiología e inmunología y, durante una década, se concentró en la investigación. Se dejó llevar por una intuición genial, siguió una pista que parecía conducir a una relación entre ciertos cuadros de asma e irregularidades hormonales, y vivió la sensación impagable de estar a centímetros de un hallazgo fundamental.

Castro, por su parte, sí que se convirtió en un ídolo póstumo. Batista fue derrocado unos años después del fallido desembarco por un grupo de militares jóvenes que convocaron a elecciones. Un hermano menor de Castro, Raúl, que se había quedado en México, aprovechó el súbito clima de libertad para volver a Cuba, reagrupar a los cabos sueltos del Movimiento 26 de Julio y lanzar su propia candidatura presidencial tomando como bandera la memoria del hermano mártir. El doctor Guevara no sonríe cuando recuerda el triste y escandaloso final del gobierno de Raúl Castro, a mediados de los 60. Prefiere evocar la etapa siguiente a la de la investigación, cuando volvió a Rosario y se enfrascó en una campaña titánica con la burocracia gubernamental para fundar, allí, el Centro de Investigación de Alergias, el Cenia, una institución modesta pero que es, a fin de cuentas, la obra de su vida.

Anochece ya en Rosario y una nieta adolescente del doctor Guevara llega a la casa de su abuelo amadísimo. El anfitrión se pone feliz y respira con la serenidad de un hombre que ha podido escoger entre dos cursos de vida radicalmente distintos. Optó por uno que le permitió convivir con su primera y con su segunda esposas, con sus hijos y, durante unos años, construir juguetes rústicos y fascinantes para sus nietos amados. Sabe, con la sabiduría de la madurez, que no escogió entre el bien y el mal, sino entre el deber y el deseo. Eso sí, no cambia por nada la satisfacción animal de estar vivo, a pesar de los achaques, ni la tranquilidad moral de haber salvado muchas vidas y no haber provocado, inducido ni pregonado la muerte de nadie. A veces le gusta imaginar su cara de joven desafiante puesta como ejemplo de martirio solidario, pero luego recapacita y se pregunta, con pudor y desagrado, si un icono de ese tipo no habría sido incorporado a la imaginería oficial, un tanto aburrida y asfixiante, de los gobiernos emanados de la revolución socialista latinoamericana que tuvo lugar entre 1972 y 1979 y que estableció, en el subcontinente, el actual régimen confederado: solidario, sí, pero corrupto; soberano, sí, pero antidemocrático; participativo, sí, pero corroído por la burocracia; aferrado, en fin, a un paradigma obsoleto. Y el doctor Guevara no puede evitar una sonrisa al pensar que Cuba es, precisamente, el único país de la región que permaneció ajeno a ese proceso porque los tres años atroces de la presidencia de Raúl Castro vacunaron para siempre a la población contra cualquier idea de revolución o socialismo.

1.10.02

Antisemitismo


El antisemitismo es el odio a los judíos, es decir, a quienes practican las costumbres religiosas, sociales y calendáricas propias del judaísmo.

El antisemitismo más primitivo y ramplón justifica el odio a los judíos porque éstos, supuestamente, mataron a Jesús, quien a fin de cuentas era uno de los suyos. Los cristianos, para quienes Jesús era El Bueno, concluyeron con facilidad que los judíos eran, en consecuencia, Los Malos: se robaban a los niños, se los comían, y en sus ceremonias de culto ratificaban su alianza con Satanás. Por singularidad cultural y religiosa o por trashumancia, los judíos parecían aliados naturales de las brujas, de los gitanos y de la gente de teatro, a la cual también le estaba vedado el descanso eterno en tierras consagradas.

El antisemitismo moderno, más sofisticado pero no menos estúpido, argumenta que los judíos son los culpables de todas las conspiraciones imaginables contra la paz, la estabilidad, la democracia y la felicidad de los pueblos. Desde ese imaginario se les ha asociado con los masones, con los bolcheviques y con los homosexuales.

El miedo o el odio a los judíos, en tanto que personas, se convirtió en incapacidad para imaginar que ese grupo de seres humanos pudiera ser sujeto de alguna clase de derecho. En diversos países europeos se les prohibió la propiedad de tierras, Stalin los expulsó del Partido Comunista y de los sindicatos, y el régimen nazi de Alemania concluyó que la mera existencia de los judíos resultaba ofensiva para el pueblo ario y se dedicó, en consecuencia, a asesinarlos en masa.

Sería iluso desconocer que diversas formas de antisemitismo aún están presentes --de manera sutil o brutal-- en sectores y expresiones de las sociedades contemporáneas. Sentir ascos porque el yerno o la nuera asisten a la sinagoga, suponer que el incremento del desempleo es una conspiración cocinada en el Deportivo Israelita, profanar un cementerio hebreo, afirmar que Auschwitz y Dachau eran en realidad albergues humanitarios, desear que Saddam Hussein aviente sobre Tel Aviv unos misiles rellenos de Baygón o ponerse a dar brinquitos de felicidad porque una docena de israelíes resultaron destripados en el atentado terrorista del día son, en magnitudes y gravedades diversas, expresiones claras, inequívocas y contundentes del antisemitismo que persiste entre nosotros y que constituye, a estas alturas, una intolerable vergüenza.

Hoy, en función de necesidades políticas y diplomáticas de la coyuntura, el gobierno de Ariel Sharon pretende convencer al mundo de que cualquier crítica a sus salvajadas es, también, una manifestación de antisemitismo. Se trata de un chantaje inaceptable para los gentiles que tenemos una noción, así sea somera, del humanismo hebreo, o para quienes sostenemos vínculos de amistad, afecto y afinidad con integrantes de las comunidades judías.

Al afirmar que Sharon es genocida, cruel y pernicioso para el futuro de Israel y de toda la región no conlleva carga alguna de antisemitismo. Afirmar lo contrario es tan absurdo como hallarle connotaciones antimexicanas a la consigna “Díaz Ordaz, asesino”, como decir que quienes criticaban a la dictadura de Pinochet eran enemigos de Chile --Pinochet lo aseguraba, claro-- o como descubrir una traición a Latinoamérica en quienes sostuvieron, en su momento, que los gorilas argentinos no iniciaron la guerra de las Malvinas por patriotas, sino por imbéciles.

Condenar las masacres de civiles palestinos por las fuerzas de ocupación israelíes no es antisemitismo. Deplorar que Sharon y los suyos estén llevando al Estado hebreo a equipararse moralmente con Hamas y Hezbollah no implica ninguna suerte de fobia antijudía. Exigir que Israel acate las resoluciones de la ONU que le ordenan retirarse de las tierras palestinas no es antisemitismo. Señalar la necesidad de una reforma profunda del Estado israelí para que pueda convivir en paz con sus vecinos árabes no es antisemitismo. Demandar, incluso, que la comunidad internacional dé a Sharon un trato comparable al que reservó a Slobodan Milosevic no es antisemitismo. El clamor por el respeto a la legalidad internacional no debe confundirse --como lo quisiera Sharon-- con el barullo de un pogromo.

Lo que el gobernante de Israel ha perpetrado y sigue perpetrando día con día en Cisjordania, Gaza y la Jerusalén oriental es criminal y repudiable, y tales adjetivos no guardan relación ninguna con la condición judía del responsable. Si fuese obra de un druso, de un kurdo, de un salvadoreño o de un grecochipriota, seguiría siendo, por igual, una atrocidad.