27.8.02

El dilema


El deporte de erigir catedrales góticas consume un montón de madera, y en el afán de construir esos recintos los arquitectos medievales acabaron con la mitad de los bosques de Europa. Los teotihuacanos clásicos pelaron los cerros que circundan la Ciudad de los Dioses en un intento por dar viabilidad, con las tecnologías a su alcance –neolíticas--, a una gran metrópoli que de todos modos terminó abandonada por sus moradores e invadida, siglos más tarde, por los turistas, quienes, viéndolo bien, son el equivalente moderno de las hordas de Atila. Por ese mismo tiempo los mayas empobrecían los suelos de cultivo y hacían insustentables de ese modo sus centros ceremoniales. Hartos de tanta guerra púnica y de que los cartagineses les mandaran elefantes acorazados a través de los Alpes, los romanos incendiaron Cartago, araron los cimientos de la urbe y echaron sal en los surcos recién abiertos para que ni siquiera las plantas volvieran a brotar en aquella tierra maldita. Pompeya, en cambio, no tuvo que echar mano de la estupidez humana para desaparecer. El Vesubio se hizo cargo de provocar una catástrofe ecológica tan maligna que dan ganas de atribuírsela al Fondo Monetario Internacional.

Es hermoso y reconfortante echar la culpa de la destrucción del hábitat al capitalismo salvaje contemporáneo, pero la peor catástrofe ecológica de que se tenga noticia ocurrió hace varias decenas de millones de años, cuando los dinosaurios no habían leído a Hayek ni a Friedman; la polución en Londres era peor a fines del siglo antepasado que hoy en día; algunas explosiones volcánicas contaminan más que los peores accidentes industriales, y en el siglo XVI fray Luis de León (Qué descansada vida la del que huye del mundanal ruido, etcétera) ya tenía, además de una abierta afición al picnic, una acabada noción de la contaminación acústica en las grandes urbes. Para colmo, cuando se cayó el Muro de Berlín pudo verse del otro lado, entre otras ruinas tristes del socialismo salvaje (cómo olvidar aquellas poblaciones dispuestas a renunciar a su seguridad social a cambio de campañas electorales, rock, porno y visitas de Wojtyla), un gran amontonamiento de desechos tóxicos, bosques destruidos y ríos, lagos, mares y atmósferas convertidos en enormes basureros.

Una simplificación semejante consiste en atribuir al “modelo” (es decir, a lo que puedan tener en común los sueños húmedos de Thatcher, Menem y Zedillo) la generación de desigualdad. Ciertamente, el neoliberalismo global no ha resuelto, y en cambio ha agravado y profundizado, los desastres sociales que heredó de los desarrollismos, de los socialismos reales y de los capitalismos más o menos keynesianos. Pero la inequidad (o la promoción de la miseria ajena, entre los individuos como entre las naciones) tiene además factores claramente extraeconómicos: demográficos, políticos, culturales, religiosos y hasta militares que, en distintas proporciones y medidas, han echado raíces en todos los modelos de civilización.

Todo lo anterior no borra la perspectiva alarmante --por decir lo menos-- ante la cual nos colocan las dinámicas del mundo contemporáneo. Si las naciones del sur no logran consolidarse y ofrecer a sus ciudadanos entornos humanos habitables; si no se introduce una mínima racionalidad en las lógicas depredadoras del mercado, y si no se frena la irresponsable transformación del aire en caca, pronto estaremos viviendo un desastre planetario y escenarios sociales desde los cuales el tráfico de esclavos nos parecerá, por contraste, una ocurrencia genial, piadosa y humanitaria. Pero el fundamentalismo ecológico y la globalifobia pasional --ambos asociados en automático en las protestas mundiales-- no bastan, en sus expresiones actuales, para construir futuros alternativos. Sería imposible, por ejemplo, resolver la crisis alimentaria de varias naciones africanas sin echar mano del cultivo de especies transgénicas, reducir el déficit habitacional de las ciudades de América Latina sin echar a perder buena cantidad de colinas boscosas adyacentes, o dotar de electricidad a poblaciones rurales remotas sin termoeléctricas que, ni modo, contribuyan al efecto invernadero. Desde otra perspectiva, una acción terminante y mal planificada de preservación de los bosques puede provocar el encarecimiento o la escasez de leña en algunas comunidades habituadas a ese combustible, y en esos casos --felices los ojos que no hayan visto el espectáculo en, por ejemplo, el mercado de Tepoztlán-- los pobladores recurren a los envases vacíos de policloruro de vinilo (PVC, “un veneno medioambiental (que) cuando se quema forma sustancias organocloradas, extremadamente tóxicas para el medio ambiente y para la salud de las personas”, apunta piadosamente Greenpeace España) para alimentar sus braseros y cocinar sus alimentos.

Si ésos y muchos otros dilemas del desarrollo y la sustentabilidad se discutieran en un foro dominado por la buena voluntad, se daría lugar a discusiones interminables y bizantinas: cuántos ángeles caben en el agujero de la capa de ozono, pueden o no los migrantes pasar por el ojo de una aguja, tienen sexo o no los nombrados en la lista de Forbes. Pero, para colmo de la desdicha, hay gobiernos, corporativos y organismos que desempeñan papeles protagónicos en el mundo y que no tienen el menor deseo de arreglar nada, ya sea porque los infiernos presentes y futuros de la humanidad les representan excelentes oportunidades de negocio, o porque sus dirigentes quieren ser felices aquí y ahora, y las broncas que enfrenten sus hijos, sus nietos y sus biznietos les importan un rábano, o por ambas razones, o por otras.

20.8.02

El lugar de Dios


No sé si existe el video snuff o si es una mera leyenda urbana, pero la estancia de Juan Pablo II en el DF me hizo sentir más cerca que ninguna otra cosa de la experiencia snuff. La muerte a cuadro fue una evocación inevitable al contemplar, por cadena nacional, la agonía de un hombre resuelto a convertir su descomposición física en espectáculo pastoral de masas. Si uno lo piensa dos veces, resulta que la exhibición del dolor es consustancial al catolicismo --con todo y su imaginería de mártires crucificados, sepultados, degollados, fritos, destazados, despellejados o comidos por caníbales-- y los movimientos del Parkinson pontificio, prefiguración y amenaza de rigor mortis, constituyen un nivel moderado --de clasificación B, a lo sumo-- del regocijo romano ante el sufrimiento físico. Como quiera, la transmisión de la agonía pontificia, a fines del mes pasado, me resultó abrumadora, me dio un oso tremendo y me impidió tocar el tema por escrito. Acaso suene demasiado conservador, pero hay ciertos procesos fisiológicos que uno no debiera efectuar en público, como defecar, tener orgasmos o morirse, y me sentí agraviado por un pontífice que parecía decirnos con su acento polaco, y en cada pantalla de televisión del país, la frase que la protagonista de Matador le dirige a su amante en el momento climático de la película: “Mira cómo me muero”.

Tal vez por eso no fue hasta el domingo pasado, cuando el Papa había vuelto a su tierra natal --es decir, cuando había puesto una buena decena de miles de kilómetros entre su humanidad macilenta y la colonia Narvarte--, cuando empecé a comprender el sentido del reality show de tintes forenses con que el jefe máximo del Vaticano pretende evangelizar en los albores del siglo XXI. En la Cracovia de sus inicios, Karol Wojtyla vislumbró una modernidad en la que “el hombre se coloca en el lugar de Dios”, actúa como si éste no existiera y “reclama para sí mismo el derecho del creador de interferir en el misterio de la vida humana, quiere decidir sobre la vida humana a través de la manipulación genética y establecer el límite de la muerte”.

Ese ha sido, pues, el sentido profundo de la gesta político-teológico-mediático-clínica de este sucesor de Pedro: a lo largo de 23 años, Wojtyla se ha dedicado a revertir los múltiples deicidios y las usurpaciones de Dios ideados en el seno de una modernidad que en el Renacimiento empezó a reemplazar la presencia divina por la humana en las composiciones plásticas, que en el XIX descubrió la irrelevancia de Dios en la política, la ciencia y el arte y que, a fines del XX y principios del XXI, lo transfirió de manera definitiva del ámbito público al privado. Wojtyla odia el mercantilismo neoliberal porque, en estas reglas del juego, el pensamiento religioso sólo es viable --es decir, rentable-- si se inscribe en las divisiones de “entretenimiento”, “pasatiempos” o “mascotas”. A su manera, la taxonomía que propone Yahoo (www.yahoo.com) es un reflejo fiel del nuevo orden mundano, y hasta del espiritual, al que aspira el supermercado planetario. O sea que este hombre ha dedicado la primera mitad de su vida a combatir al comunismo, que prohibía a Dios, y la segunda, al capitalismo salvaje, que coloca sus atributos exclusivos en la sección de ofertas. Y sí: la clonación será aprobada en el momento en que se le construya un correlato de ingeniería financiera; la manipulación del genoma en todas sus expresiones (por ejemplo, la operación requerida para optar, de antemano, por hijos genéticamente predispuestos a la religión o al ateísmo) tiene sentido porque aporta rentabilidad y competitividad a las industrias farmacéuticas; la eutanasia, en un mercado de consumidores envejecidos, tiene un mercado creciente, y la prolongación de la vida será un hecho en cuanto se descubra la manera de hacer el cargo, vía tarjeta de crédito, a los potenciales usuarios de ese servicio.

Temo que a Wojtyla ya no le queden ni tiempo ni neuronas para comprender lo que sigue, pero el reposicionamiento de Dios en la sociedad no es sólo consecuencia del nuevo desorden mundial impuesto por los adoradores del mercado, sino también el resultado de luchas humanistas y libertarias que llevan muchos siglos sacándolo (para bien de él) de las constituciones nacionales, de los códigos penales, de los reglamentos de policía y de los manuales de buenas costumbres, y hallándole un sitio de gran dignidad en el corazón de quienes creen en él, en el arte y en el imaginario colectivo. Exista o no --y eso no tiene mayor relevancia en la post-razón tardía que vivimos--, Dios es, sin duda, el más hermoso personaje que haya podido imaginarse jamás y, en el mundo moderno, se encuentra entretejido en las zonas de placer del cerebro humano. Norberto Rivera es a la teología lo que un tanque de guerra a la ingeniería; quienes no formamos parte de las filas de creyentes --y no necesariamente por “ignorancia, indiferencia, miedo o por pertenecer a corrientes hostiles a la religión”, como interpreta el arzobispo--, podemos entender la experiencia divina cada vez que escuchamos la risa de nuestras hijas, o cuando contemplamos actos de creatividad o caridad espontánea, o cuando nos hundimos en las humedades del ser amado.

Pero el pontífice polaco luchó toda su vida por restituir a Dios en su sitial en los enlaces neuronales que dictan el deber y que amenazan con el dolor, y por eso va por el mundo exhibiendo con orgullo sus miserias corporales y sus espasmos incontenibles; por eso goza donde otros sufren, y por eso el gozo ajeno le provoca sufrimiento.

13.8.02

Doble caída


Los restos del naufragio mecidos por el oleaje son poderosos catalizadores de la melancolía. Hasta el domingo pasado (y puede ser que incluso hoy) la página de Avantel en Internet ensalzaba a uno de sus patrones en un depurado estilo punto com y con los rebuznos gramaticales característicos de los yuppies:

“Es una nueva compañía de comunicaciones diferente. Con ingresos anuales de más de 30 mil millones de dólares, combina solidez financiera y de diversos recursos para buscar las mejores oportunidades de crecimiento de la industria, con una avanzada red global, construida especialmente para esta era de las comunicaciones y de la información”. Su estrategia “consiste principalmente en concentrarse en los segmentos de más rápido crecimiento de la industria: datos / Internet y los servicios de comunicaciones locales e internacionales. Particularmente en Estados Unidos, es la segunda compañía de larga distancia más grande, con una red de fibra óptica de 45 mil millas que abarca todo el país. Además, cuenta con más de 100 redes locales de fibra de alta capacidad y una red integrada de servicios de comunicaciones que abarca desde Canadá hasta Estados Unidos y México”.

El objeto de los elogios es nada menos que WorldCom, el agujero negro por el que han desaparecido unos siete mil 400 millones de billetes verdes --mas lo que se acumule esta semana-- y que ha echado a perder, junto con Enron, las esperanzas de recuperación económica que abrigaba el gobierno estadunidense.

Se ha dicho que los episodios de pánico financiero y fuga de capitales --y los consiguientes periodos recesivos-- en los escenarios de lo que ahora se denomina “economías emergentes” representan, para los protagonistas económicos del mundo, buenas oportunidades de negocio. Pero la descompostura mayor que mantiene paralizado al país vecino desde 2000 no le da oportunidades de nada a nadie, salvo, tal vez, la posibilidad de reproducirse, por vía no sexual, a los pobres, miserables y homeless de todo el mundo. El momento tampoco es bueno para el gobierno de George W. Bush, porque el estancamiento y los megafraudes han golpeado a muchos ahorradores y jubilados que son, además, votantes, y que están incluidos en los cálculos del Partido Republicano para las elecciones de noviembre próximo.

Hoy, sin darle mucha importancia a que sea martes 13, se reúnen las autoridades de la Reserva Federal de Estados Unidos para decidir qué hacen con este desfiguro de crisis persistente y si es aún posible y prudente darle un nuevo mordisco a las tasas de interés. Mientras tanto, el presidente Bush, el vicepresidente Dick Cheney --a quien las malas lenguas consideran el baby sitter del mandatario--, el secretario del Tesoro, Paul O'Neill y otros funcionarios, estarán dando un espectáculo público en la Universidad de Baylor (ubicada en Waco, Texas, muy cerca del rancho presidencial), con el propósito de conjurar los pánicos, de jurar que la tormenta ha pasado y que las catástrofes de Enron, WorldCom, Tyco, Global Crossing, Qwest, Xerox, US Air y United Airlines, entre otras, son asuntos aislados y excepcionales en el marco de una economía con “fundamentos fuertes”, Bush junior dixit.

A pesar de los esfuerzos de la Casa Blanca por convencer al respetable de que la recesión económica es sólo un mal recuerdo, el miércoles pasado la Oficina Nacional de Investigación Económica --organismo que estudia los ciclos económicos estadunidenses-- señaló que aún no puede anunciarse el fin de la recesión y, peor aun, que no es posible descartar un “segundo tramo” de declive económico. “Recesión de doble caída” es el nombre técnico de este escenario de pesadilla. Glenn Hubbard, asesor económico de la Casa Blanca, dice estar seguro de que no va a presentarse. Pero ese funcionario tiene la cara dura para afirmar que “la recuperación sigue intacta”, y creer en sus palabras requiere, en consecuencia, de un esfuerzo casi muscular de credulidad.