11.6.02

Frost en Belfast


El domingo pasado los soldados de Inglaterra empezaron a duplicar la altura de los muros que dividen a católicos y a protestantes en la parte oriental de Belfast, con el propósito de evitar nuevos enfrentamientos en la ciudad. Las paredes divisorias se elevaban a 3.66 metros, que viene siendo el doble de lo que mide un humano más bien alto. En unas semanas Belfast quedará dividida por una barda de más de siete metros, o sea, el equivalente de una construcción de tres pisos. Les llaman “muros de paz”.

Tal y como estaban, los muros del distrito de Short Strand resultaban insuficientes para contener los variopintos proyectiles de odio que se lanzaban bandas rivales --balas, piedras, ladrillos y frascos llenos de gasolina-- y que la semana pasada dejaron un saldo de decenas de heridos en ambos lados de la pared.

Elevar los muros es una solución posible para los que piensan, como el empecinado interlocutor imaginario del poeta Robert Frost en el célebre Mending Wall, que “buenas cercas hacen buenos vecinos” (good fences make good neighbors). El único requerimiento para semejante operación mental es definir la buena vecindad como ausencia completa de relación, como aislamiento fóbico, como terror al contagio, al bombazo o a la pérdida de identidad.

La realidad es que la erección de un muro (o la prolongación de uno ya existente hasta una altura supuestamente infranqueable) representa una complicación adicional en una convivencia conflictiva: la pared encierra, excluye y ofende por añadidura (Before I built a wall I'd ask to know / What I was walling in or walling out, / And to whom I was like to give offense), y establece un multiplicador de provocaciones. Esa es la lógica de las murallas, desde las de Jericó hasta la “frontera inteligente” de Estados Unidos con México (como si la única frontera inteligente posible no fuera la que renuncia a existir), pasando por el Muro de Berlín y todas las líneas verdes del mundo.

Una pared coloca a alguien en la posición de cautivo o de excluido. Una pared es, por lo tanto, una manera de auspiciar conatos de fuga o tentativas de incursión.

Ciertamente, ante la perspectiva costosa, incierta e inquietante de resolver las raíces de una confrontación o de una diferencia, siempre queda la solución estúpida, pero eficiente en el cortísimo plazo (24 horas, una semana) del amontonamiento de ladrillos, el fundido de hormigón o la instalación de dispositivos láser e infrarrojos.

En el tercer lustro del siglo pasado, en el norte de Boston, Frost escribía: But at spring mending-time we find them there, / I let my neighbor know beyond the hill; / And on a day we meet to walk the line / And set the wall between us once again. El poeta intuía que una pared tiene la virtud horrenda de crecer y reproducirse, como lo describió, cinco décadas más tarde, Manuel Scorza en Redoble por Rancas, novela en la que la valla de la Cerro de Pasco Corporation se expande, a expensas de los comuneros indígenas andinos, hasta devorar el universo conocido, y como pueden constatarlo ahora los soldados ingleses en Belfast oriental.

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