16.4.02

Mohammed Abed Ar'ouf


Conocido entre sus fieles palestinos por el seudónimo de Abu Amar, Yasser Arafat ha estado viviendo muy cerca de la muerte. En su despacho de Jerusalén, Ariel Sharon lanzó al aire una moneda. Si caía olivo, tendría que permitir que el viejo líder palestino viviera; si caía calavera, ordenaría el bombardeo final de lo que queda del cuartel general de la Autoridad Nacional Palestina en Ramallah. Los misiles de los helicópteros Apache y de los aviones Fighting Falcon, y los proyectiles de los tanques Merkaba tienen una enorme capacidad de destrucción. Es poco probable que el organismo llamado Arafat, y quienes lo rodean, sobrevivieran a un ataque masivo con esas armas. Esta disyuntiva de Sharon no ha terminado, a pesar de la visita de Colin Powell y aunque el ejército ocupante esté permitiendo, en un rasgo de graciosa piedad, el levantamiento de los cadáveres que ya apestan en las calles de las aglomeraciones palestinas. Por ahora Arafat sigue vivo, aunque la paz de Oslo esté muerta.

El cerco de Ramallah puede quedar sólo como una más de las circunstancias extremas de las muchas por las que ha pasado este hombre bajito, simpático y feo que parece tener más vidas que un gato y más biografías divergentes que Cristóbal Colón, y cuya zigzagueante y larga carrera política resume varios asuntos cruciales que marcaron la segunda mitad del siglo pasado: la liberación nacional, el nacionalismo, la lucha armada, el terrorismo, la democracia, la corrupción, la cooperación internacional, la negociación, las alianzas con el extinto bloque socialista y con los aún vigentes movimientos político-religiosos emanados del Islam.

Muy pocos ciudadanos del mundo, quizá ninguno, aparte del propio Arafat, podrían ostentar semejante currículum: estudiante exiliado, ingeniero en Kuwait, guerrillero y combatiente clandestino (no más ni menos terrorista, en su pasado, que Sharon, Rabin, Begin y que el propio Peres), orador en la Asamblea de la ONU, premio Nobel de la Paz, presidente y, de vuelta, combatiente acorralado por los tanques. Pocos como él, salidos de la nada, han conseguido tanto: la conformación, en la resistencia, de una identidad nacional, el acceso a los grandes foros mundiales, la legitimación de la causa palestina, la firma de la paz y el retiro de las tropas israelíes de Gaza y Cisjordania. Ninguno como él para sobrevivir a pérdidas y derrotas tan aplastantes: la ocupación de Cisjordania y Gaza en 1967, la masacre de palestinos en septiembre de 1970 en Jordania, la expulsión de Líbano, en 1982, en medio de un enfrentamiento fratricida entre facciones palestinas, y ahora, en un nuevo siglo, la reocupación de las tierras ancestrales por el enemigo de siempre.

Quienes lo aborrecen lo tachan de criminal sanguinario y carente de escrúpulos. Sus incondicionales --palestinos o no-- lo tienen por símbolo máximo, y casi sagrado, de la nación palestina y, en general, de la lucha de los oprimidos y los condenados de la tierra. Los fanáticos islámicos y los radicales laicos le critican su disposición a las concesiones y su renuncia a destruir Israel. Quienes pretenden verlo con objetividad le admiran su tenacidad y su heroísmo y le reprochan la corrupción y el burocratismo de las instituciones palestinas.

En medio de todos, en el centro del interés mediático mundial --así en la paz como en la guerra, así en la victoria como en la derrota--, Arafat sigue siendo un enigma. ¿Qué estará pensando el viejo líder en estas horas amargas, rodeado de muertos y de escombros, pero física y políticamente vivo a fin de cuentas?

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