11.12.01

El éxtasis Chávez


La revolución bolivariana padece de la misma fugacidad que las rosas y, aunque no haya sido nunca muy material, se desvanece en el aire. Tal vez sea cierto que la culpa es de una oligarquía malvada, corrupta, cupular y minoritaria, como lo jura Hugo Chávez, pero si es así, debe convenirse en que el Presidente ha estado dormido demasiado tiempo, es decir, el tiempo necesario para que esa oligarquía espantosa le polarizara, con éxito, el país.

Es cierto que, si se hurga un poco entre el oropel de siglo antepasado del discurso chavista, es factible hallar algunas ideas en principio plausibles para el milenio actual en un país como Venezuela. Incluso es posible que algo de los 49 decretos-leyes impuestos por el Presidente, en uso y abuso de poderes extraordinarios, tuviera algún valor de cara al desarrollo social y a la reducción de los contrastes sociales. Pero lo que hay en el fondo de la huelga general de ayer en Venezuela, insólitamente convocada por empresarios y sindicatos, no es necesariamente un mero estertor de intereses oligárquicos afectados, sino también un malestar por la sobrexplotación del mandato democrático y el estiramiento de las atribuciones presidenciales.

En otros términos: si lo que Chávez quería era gobernar por decreto, como lo ha venido haciendo desde 1998, bien habría podido ahorrarse las elecciones y el resto de la mascarada de fe democrática, y proseguir en su golpismo: de todos modos contaba con el respaldo mayoritario, y ahora nadie le achacaría, al menos, su falta de escrúpulos institucionales y civiles.

El dato significativo es que el antiguo oficial de paracaidistas ganó unas elecciones cuyas reglas fueron mandadas a hacer al sastre con 60 por ciento de los votos y que hoy en día repetiría la hazaña, porque la oposición está atomizada, pero sólo con 24 por ciento de los sufragios. Si el 40 por ciento que no votó por Chávez estaba compuesto únicamente por indiferentes y apáticos, el mandatario habría sido capaz de desencantar, en menos de 18 meses, al 36 por ciento de sus compatriotas. Semejante hazaña está bien para un radical y extremista de cualquier cosa --y Chávez no lo es, o no se sabe bien de qué podría serlo--, pero para alguien que se presentó como un político, tal pérdida representa un fracaso monumental.

Cuando veo esas cifras no puedo dejar de pensar en la fugacidad de las rosas, un lugar común muy al gusto del siglo antepasado --ancla y brújula del discurso chavista-- que, traído a estos tiempos, equivaldría al efecto del éxtasis o de alguna otra sustancia de esas que le hacen pagar caro al consumidor los momentos de felicidad. No sé qué representa mejor a Chávez y a su demagogia: si una rosa o una dosis de droga. En todo caso, el esclarecimiento de la duda no justificaría un referéndum.

4.12.01

Ineptitud


Ahora que la razón y la bondad han triunfado sobre el terrorismo mundial, y cuando no debiera haber motivos para la infelicidad en el planeta, las calles de Israel se llenan de pedazos de carne humana cuya procedencia --judía o musulmana-- es difícil de establecer. Los tejidos carecen de pasaporte o documento de identidad y la tarea de identificar los fragmentos obstaculiza la realización de los funerales de las víctimas en forma adecuada y como Dios manda. El premier Ariel Sharon, el secretario general Kofi Annan y el secretario de Defensa de Estados Unidos, Donald Rumsfeld, opinan que la responsabilidad por estas jornadas de pesadilla recae sobre Yasser Arafat, el presidente de la así llamada Autoridad Nacional Palestina (ANP), una sigla que ni es autoridad ni es nacional, por más que sea indudablemente palestina.

No sería fácil rebatir las acusaciones de ineptitud contra Arafat, pero sería injusto limitarlas a ese dirigente. Si la tarea principal de los políticos, gobernantes y funcionarios es resolver conflictos para procurar y mantener la convivencia pacífica en una sociedad y entre sociedades distintas, la clase política de Israel es igual de incapaz que el conjunto de las dirigencias palestinas, y no menos que los directivos de la ONU, empezando por el cada vez más babeante Kofi Annan. El señalamiento tendría que alcanzar, además, a quienes han ocupado la presidencia y las secretarías de Estado y de Defensa de Estados Unidos en los últimos cuarenta años, ninguno de los cuales ha podido o querido secretar una idea mínimamente viable para resolver el viejo conflicto entre israelíes y palestinos.

Uno supondría que, después de tantos muertos y de tanto sufrimiento de los vivos, el gobierno de Israel, la dirigencia palestina y los principales actores internacionales             --Washington, la ONU, la Unión Europea-- tendrían que convertir en prioridad central el cese de la violencia entre esos grupos humanos y tomarse unos días de buena voluntad e inteligencia para ponerle fin a esta carnicería espantosa. Pero con toda la destrucción transcurrida, con toda la sangre derramada, con todas las noches de zozobra del Estado judío y con todas las horas y los días y los años de encarcelamiento nacional del pueblo palestino, es difícil creer que la paz sea un objetivo apetecible para unos, para otros o para todos los que tienen un poder real de decisión ante el drama de Medio Oriente.

Pudiera ser que árabes y judíos hubieran sido genéticamente programados --por Jehová, Alá o el nombre de Dios que quieras-- para descuartizarse eternamente unos a otros. Si así fuera, habría que revisar un par de cosas en la ética, la filosofía y las teologías imperantes y admitir que el mundo es un sitio mucho más próximo al infierno de lo que suele admitirse. En lo personal, me parece más razonable suponer que los políticos y dirigentes de ambos bandos, más los coadyuvantes de fuera, han fallado en su tarea, ya sea porque piensan que la paz es un mal negocio o porque son pavorosamente ineptos. Si es así, los ciudadanos de Israel y los palestinos --que siguen siendo los ciudadanos de la nada-- tendrían que cambiar de liderazgos como condición necesaria para encontrar las fórmulas que les permitan convivir en paz.

27.11.01

Clonación


Empezábamos a acostumbrarnos a las delicias del siglo XXI, cuando las guerras sin muertos (de uno de los bandos) son tan posibles como las naranjas sin semilla, y en ésas nos cayó encima la confirmación brusca de un sueño o de una pesadilla: la clonación de humanos marcha viento en popa y unos científicos de una empresa particular cometieron la travesura de fin de semana de clonar un embrión de gente con propósitos terapéuticos. Volvemos, de la mano de esa noticia, a los tiempos del medioevo: por entonces, connotados e ignotos precursores de Advanced Cell Technology se afanaban en macerar la planta de la mandrágora y en producir homúnculos a partir del semen de los ahorcados, y los teólogos se agarraban del moco en discusiones acerca del asiento corporal del ánima.

Desde los tiempos de la oveja Dolly (es decir, en las postrimerías del siglo pasado) era claro que el tabú de la clonación humana tenía tantas posibilidades de perdurar como una aceituna en una recepción plagada de hambrientos. Pero no por ello han sido menos airadas las reacciones. Ante la noticia, las herencias morales de aquella teología han hecho brincar a George W. Bush y a Karol Wojtyla, como si fueran muñecos de resorte. Uno y otro, y sus respectivos bandos, se oponen con pasión --o lo que en ellos equivalga-- a cualquier intento de clonación humana porque les parece que esa práctica equivale a meter mano en el orden de la creación divina, si es que la operación fuera llevada hasta el extremo de generar un ser humano, y porque, si se trata sólo de manosear embriones para producir fármacos y ungüentos, ello significaría descuartizar una persona, muy a la manera en que los pollos se convierten en nuggets y pechuga deshuesada para gloria de los escaparates del supermercado.

La compañía responsable del desaguisado ha tratado de minimizar las consecuencias del acto científico argumentando que el embrión del escándalo no debe ser considerado gente sino mera “vida celular” y “no humana”. Puede ser un argumento buenísimo y hasta digno de simpatía, pero la discusión sigue fuera de la bacinica o, para estos efectos, de la probeta. Algo más inquietante que la teología llevada al ámbito de la nonatología es que, humano o no, ese embrión ha dado más de qué hablar, y ha hecho correr muchos más ríos de tinta, que un humano completo, maduro y plenamente conformado de esos que mueren destripados en Afganistán o en los campos palestinos. Algo más preocupante que el número de células que se requieren para fundamentar un alma es el hecho de que las llaves para replicarnos a ti, a mí, a Santa Teresa o a Stalin, se encuentren en manos de una empresa estadunidense que, como todas las corporaciones privadas de este mundo, se rige por la lógica de la utilidad máxima y no por la ética mínima. Al igual que Craig Venter, apóstata mercantil del equipo que ha venido secuenciando el genoma, Advanced Cell Technology cabe en esa dinámica en la que, teologías aparte, no hay más alma que la exigencia de dividendos anuales para los accionistas de la compañía.

Si no queda otro remedio que legislar sobre la clonación, no habría que hacerlo para evitar un incierto pecado de suplantación de Dios o de asesinato de coágulos microscópicos que no se sabe bien a bien si son personas, sino para impedir la perspectiva de que los seres humanos, o sus pedacerías iniciales, puedan convertirse en propiedad privada.

13.11.01

Sobre Queens


Llevábamos ya dos meses de esta película que empezó como cine de desastre, se volvió drama por unos breves días, ha tenido semanas de historia de guerra y había vuelto al género de catástrofe de la mano del ántrax; también tuvo momentos de intriga política en la que los dictatoriales le ganaban la partida a los demócratas. Ayer, cuando la cinta se había puesto francamente aburrida, el guionista perdió el control de la historia y se volvió loco. Cuando Washington anunciaba la conquista del norte de Afganistán, un avión de American Airlines, repleto de dominicanos, se estrelló --en forma accidental o provocada-- en un barrio populoso de Queens en el que habitan judíos apacibles y colombianos laboriosos. Eso no le sirve al gobierno de Washington ni a los remitentes anónimos de bacterias postales ni a los remotos talibanes o a lo que quede de ellos en esta hora. El único sector de la humanidad que sale ganancioso de este episodio es el de los accionistas de agencias funerarias.

Por las razones que sea, el dolor y el aroma de la carne quemada han vuelto a Nueva York cuando en Afganistán a duras penas quedan niños que destripar y cuando los objetivos militares se agotaron hace ya tiempo. Ni los malos más malos del estilo Darth Vader desperdician sus bombas guiadas por láser y sus cortadoras de margaritas --que son lo más cercano a una bomba atómica que puede producirse con explosivos convencionales-- horadando cráteres en el desierto, y ni los peores villanos de la pantalla resisten seis semanas de bombardeo masivo; hace medio siglo, a Estados Unidos le bastaron 36 horas de acción de sus aviones para convertir la ciudad alemana de Dresde --con sus hombres, mujeres, niños, ancianos, bebés, óvulos, espermatozoides, mascotas y nabos-- en una planicie de polvo fino y blancuzco cuyo componente principal era el hueso molido.

Accidente o bomba, un sector de Queens sufrió, ayer, una suerte parecida a la de los barrios habitacionales de Kabul, y de nueva cuenta el episodio obliga a preguntarse si el azar es más hábil que los terroristas --sean quienes sean-- o si Murphy debe ser agregado a la lista de nombres del Altísimo. Allá cada quien.

La Unión Americana es un país de planicies, interrumpidas apenas por breves cadenas montañosas. Afganistán, en cambio, es una alfombra oriental arrugada a la que no le vendrá mal una plancha. Tal vez el american way of life pueda entenderse como una preocupación morfológica y una marcada aversión contra los accidentes de la geología. El problema es que la tarea de aplanar macizos montañosos podrá ser muy épico, pero no da para sustentar una narración cinematográfica convincente, y ni siquiera para un resumen periodístico: los medios han estirado su propia felicidad narrando a gritos, y con tono de locutor futbolero, la autopsia de un antropófago.

Los talibanes serán unos bárbaros imperdonables, pero arrasar un país, aunque esté controlado por el integrismo, equivale al disfrute sexual de los pedazos de un cuerpo humano. Con una fruición análoga, las cadenas informativas cuentan ahora la historia del accidente (o del atentado) en Queens. En eso han terminado: en la construcción de historias de cine snuff, ese género un tanto mítico (hasta en tanto no haya pruebas de lo contrario) que retrata el gozo erótico extraído de la agonía y la muerte ajenas. Los voceros autorizados de Occidente aúllan de placer, en el tramo final de esta cultura, sintiéndose extirpadores de las semillas terroristas.

Pero eso sólo nutre y multiplica el odio. Cada bomba que cae --si tiene suerte la bomba-- en una choza afgana, es una nueva raíz de odio contra Washington y la Unión Europea. La caída del vuelo 587 de American Airlines en una zona habitada de Queens fue probablemente accidental, pero ayer muchas personas en el mundo islámico no se sintieron consternadas por una tragedia, sino que brincaron de felicidad por lo que interpretaron como venganza humana o divina. “Problema de ellos”, podría decirse. Lo malo es que la abominación habrá de dirigirse, también, entre muchas otras cosas, contra la razón, el pluralismo, la tolerancia y la democracia, la Venus del Milo, los ready made de Duchamp y los artículos de Chomsky.

16.10.01

La hora del ántrax


Es un hecho: Osama Bin Laden, además de integrista, barbón y maligno, es un biólogo consumado: tiene la firme resolución de exponernos a todos a las esporas del ántrax y cuenta con un servicio de correos capaz de colocar sobres contaminados en Florida, Nueva York y la delegación Gustavo A. Madero. En unas cuantas semanas todos los humanos habremos muerto, cubiertos de llagas, en medio de dolores indescriptibles y mordiéndonos unos a otros, frente al mostrador de la farmacia, en la disputa por los últimos frascos de ciprofloxacín. A la larga, todos los animales de sangre caliente, vulnerables al carbunco, desaparecerán de la faz de la tierra, y las serpientes y las lagartijas podrán empezar a planificar una nueva era de primacía de los reptiles. Es moralmente inaceptable, pero las múltiples culebras que proliferan en tu entorno, disfrazadas de profesionistas, familiares y vecinos, te sobrevivirán y terminarán deslizándose sobre tus despojos insepultos. Por eso es recomendable que caves una tumba apropiada en tu jardín, en el parque más cercano o en el sitio reservado para estacionar tu coche.

Yo empecé a aplicarme en esa tarea ingrata que me da, al menos, la oportunidad de revisar algunas de las cosas amables que me han acompañado en este mundo y que deseo llevarme conmigo al otro. Hablo de libros, discos y uno que otro videocasete --quién sabe si la tecnología de DVD ha tenido tiempo de llegar al Estigia--; de la foto que me tomaron con Virginia, con Clara y con Sofía, 10 días antes (¡uf!, justo a tiempo) de que empezara el Juicio Final; de 300 gramos de queso oaxaca, un envase de jugo de manzana y una caja de chicles de nicotina: encontrarse frente a frente con el Creador puede ser una experiencia capaz de poner nervioso a cualquiera, y no deseo volver a las garras del tabaco justo en ese momento. La verdad es que no creo en las posibilidades de la resurrección o la reencarnación ni en la existencia del Paraíso, el Purgatorio o el Infierno, pero cuando uno es escéptico, es bueno serlo también ante el escepticismo propio, y sin los objetos enumerados la eternidad podría parecerme muy larga. En tiempos de fin del mundo, nadie echará de menos unos volúmenes, unos discos, una foto y un bote de jugo que, bien pensado, dentro de 100 mil años pueden serle de utilidad a mi arqueólogo, un refinado descendiente de dinosaurios que hurgará, en la proliferación de sobres repletos de polvo blanco, las razones de la extinción de una especie.

¡Oh, témpora!, ¡oh mores!: hasta antes del sábado 6 de octubre, la recepción inopinada de un objeto semejante habría sido recibida por muchos consumidores estadunidenses con júbilo y con las narices abiertas de par en par. Pero ahora los signos han cambiado y un envoltorio de pólvora blanca ya no es augurio del frenesí sintético, sino presagio de una muerte fundamentalista en medio de fiebres agudas, dolores insoportables y cobertura mediática garantizada. Ojo, colegas informadores: la venganza de Alá se propaga, de preferencia, por salas de redacción y teclados de computadora. Ser periodista en Estados Unidos implica formar parte de los grupos de riesgo en los patrones de ataque de las esporas. Los virus por correo electrónico parecen cosa de chiste frente a este retorno letal de la mensajería de papel.

Los tiempos han alcanzado un grado máximo de incertidumbre y las explosiones de misiles gringos en chozas llenas de gente miserable en Kadam y en las afueras de Kabul nos coloca ante una disyuntiva difícil de resolver: o bien las bombas inteligentes no lo son tanto, o bien Alá es un poco estúpido. Escojamos, pues, la orfandad que mejor nos acomode --la tecnológica o la teológica-- y dispongámonos a disfrutar de un feliz e indoloro fin del mundo.

2.10.01

Vela de armas


La humanidad lleva tres semanas de vivir feliz en un canibalismo informativo que mastica los fragmentos más pequeños de carne humana rescatados en lo que fue el World Trade Center de Nueva York. El horror inicial ha cedido su sitio a un morbo enfocado en la subasta pública de cartas y calcetines de los terroristas (aún presuntos). El plato que viene no es necesariamente mejor: las empresas infográficas ya lanzaron a la venta doctorados intensivos en geografía afgana y en balances de fuerzas estratégicas en Asia Central y las audiencias hacen acopio de cervezas y botana para sentarse a ver la guerra que viene.

En realidad, desde el primer momento ese conflicto ha venido instalándose en nuestra cotidianeidad no con expresiones de destrucción bélica, sino como un rosario de frustraciones: postergación por tiempo indefinido de las expectativas de consumo, negocios extintos, viajes cancelados, juguetes que se quedan en el aparador de la tienda por más tiempo del previsto.

Hablando de juguetes, Clara y Sofía eludieron el bombardeo monotemático y atroz mediante una solución de sensatez rotunda muy propia de su edad: chapotear desnudas en el agua y esperar unos años a que las noticias de este momento se vuelvan contenido y las alcancen en los libros de historia. Cuando se asomen a estas semanas demenciales acaso no lo hagan en forma más indolora ni con mayor comprensión, pero sí lograrán, al menos, preservar su inocencia. Ellas no tendrán por qué sentirse involucradas de forma alguna en la obra de destrucción (que será especular, me temo) de los terroristas y de los contraterroristas, ni en el manoseo procaz de lo informativo, ni en la deshumanizada curiosidad por el destino de los limpiadores neoyorquinos y de los campesinos afganos. No estarán menos tristes cuando se enteren de las cotas logradas por el instinto de destrucción de los humanos, pero podrán eludir la aguda sensación de impotencia que nos acosa ahora a los adultos mientras observamos la gestación de lo que promete ser una de las campañas de violencia más difusas, impredecibles y, para la gente común, ominosas: la guerra contra el terrorismo será elástica, carecerá de bandos definidos (aunque empiece con bombazos en Afganistán) y se mimetizará con su enemigo.

Todos, en algún momento de nuestra vida, hemos jugado con agua mientras una confrontación bélica tomaba curso. Así seguirá ocurriendo, además, en tanto el neocórtex no logre domesticar al reptil idiota y violento que, agazapado en el fondo del cerebro, espera una provocación para manifestarse en toda su arrogancia destructiva. Esa noción de haber convivido, en plena inocencia, con una o muchas guerras cercanas o remotas, nos ayuda a la sobrevivencia moral en épocas como la presente, cuando los halcones y los pragmáticos se disputan las modalidades de la venganza y cuando los partidarios de la pureza total aguardan con avidez a que una bomba les caiga en la cabeza y los libre, de una vez por todas, de las ambigüedades de este mundo.

18.9.01

Pagar el pato


Unos niños de apellido irlandés o italiano aprenden a vivir en orfanatorios de Queens o de Brooklyn. Un puñado de ancianos ha perdido sus pensiones y los lavadores de cristales del sur de Manhattan experimentan ya una grave reducción de empleos. Muchos miles de hogares se han quedado con una habitación vacía. No hay que recurrir a ninguna profecía para saber que las facturas de esos daños llegarán, en su momento, a un anónimo e inocente pastor de ovejas del Pamir, a quien le lloverá fuego sobre la carne; a los infantes afganos, quienes padecerán escasez de leche y medicinas; a los ciudadanos israelíes que vivirán niveles de amenaza e inseguridad nunca antes vistos, y a los palestinos de Gaza y Cisjordania, en donde los enjambres de helicópteros artillados causarán destrozos proporcionales y hasta superiores, si se considera la miseria y precariedad de esas regiones, al que causaron los ataques terroristas en EU.

A cambio de esas facturas, los accionistas principales de Raytheon, una firma que produce misiles de alta tecnología, podrán cambiar de yate gracias a las utilidades generadas por un montón de huesos chamuscados. Lo que viene es un duelo entre los que siempre ganan y los que nunca tuvieron gran cosa y que ahora, muertos, mutilados, huérfanos, viudos o desempleados, tienen menos que nada.

No hay equívoco: los dueños de las fábricas de aviones y los propietarios de miles de almas fanáticas están en el mismo bando en esta guerra, aunque parezca lo contrario, y aunque unos habiten en residencias de lujo y otros vivan en refugios del desierto de Margo. La sentina de intereses que desembocó en la tragedia de hace ocho días seguirá ganando, porque su negocio es la guerra y la destrucción.

A la larga, los llamados de muerte de los puros al estilo de Osama Bin Laden han fructificado; poco importa que ese antiguo aliado de Washington --como fue Sadam Hussein-- haya participado o no en la planeación de los atentados; su ganancia enorme es que ahora él y sus secuaces se han hecho merecedores al estatuto de potencia beligerante. Las políticas exteriores criminales de Estados Unidos han conseguido convertir al país y a su población en objetivos militares. Porque están en guerra, según afirma todo Washington --del presidente para abajo--, y guerra significa atacar y ser atacado en los ámbitos y símbolos más entrañables: la lógica bélica obliga a causar el mayor perjuicio posible al enemigo, y los daños más devastadores no son los estratégicos ni los propagandísticos, sino los afectivos. Por eso, en esta confrontación, los más inermes son los que no tienen bienes raíces ni acciones en la bolsa ni fortunas sauditas marinadas en petróleo ni arsenales ni nada que perder salvo el afecto: otras personas, su tierra de origen o refugio, sus calles, sus campos, su pequeño negocio y su trayecto cotidiano. Ellos perderán la guerra. Ellos van a pagar el pato.

14.9.01

Hoyo negro


A estas alturas es claro que las torres gemelas del World Trade Center se derrumbaron en diversas direcciones y causaron, en su caída, una destrucción terrible en diversos ámbitos: la economía de América Latina, el poder presidencial de Estados Unidos, los índices de vida, vivienda y empleo del sur de Manhattan. De esa forma inopinada han entrado en contacto las agendas ocultas del ajedrez mundial con las desamparadas cadenas productivas y hasta alimentarias de Puebla o de Iquitos; la bestialidad de los terroristas indudables pero anónimos, con la inocencia de los migrantes muertos y desaparecidos que lavaban pisos y platos en el corazón del poderío económico; la perversidad de las cloacas ideológicas, políticas y económicas en las que se gestó el atentado (y no habría que olvidar que todos los desagües del mundo conforman una vasta red de vasos comunicantes), con la candidez manifiesta de George Bush hijo, un hombre muchas tallas menor que la silla presidencial de la gran potencia planetaria, y cuya insignificancia mediática hubo de ser subsanada, ayer, por una enérgica aparición en CNN de Bush papá, personaje, ese sí, de conocidos arrestos bélicos y maquiavélicos: la Casa Blanca se ha vuelto la leonera de un junior que juega a mandatario mientras papá se ocupa de los actos y los símbolos del poder efectivo.

El agujero gravitacional del sur de Manhattan se ha chupado, además, vidas insustituibles en centenas o miles de hogares, escritorios, cubículos y cafeterías; deglutió de golpe postulados centrales del poder público estadunidense, como la capacidad de reacción del gobierno más poderoso del mundo y su facultad de proteger a la población, la inviolabilidad estratégica del territorio estadunidense y hasta las recetas tradicionales del terrorismo, según las cuales a toda acción correspondía una reivindicación. Los culpables directos del ataque se vaporizaron junto con la carne de sus víctimas y los responsables intelectuales pueden aparecer mañana o nunca, pero su presentación no va a ser convincente: el síndrome de Lee Oswald campeará como nunca en una sociedad en la que pueden desaparecer en cuestión de minutos, entre una nube de polvo, estructuras de reputada solidez arquitectónica, policial y financiera. Eso no se les había ocurrido a los más truculentos guionistas de Hollywood quienes, sin embargo, prefiguraron la destrucción masiva en Nueva York hasta convertirla en un arquetipo de la cultura cinematográfica del siglo XX. Pero esta semana, una organización desconocida o una insospechada convergencia de intereses criminales (y no hay que olvidar aquellos episodios del Teherangate en los que confluyeron fundamentalistas islámicos oficiales de la CIA, narcotraficantes y contras nicaragüenses) decidió, desde la realidad, rendir tributo al thriller y borrar para siempre vidas humanas, certidumbres, rascacielos, puestos de trabajo, oficinas administrativas, sentimientos de seguridad y dignidades de Estado. Todo se ha ido por ese agujero negro que se abrió de golpe en el sur de Manhattan.

4.9.01

Cucarachas


Hay un insecticida doméstico muy eficaz en forma de incienso que ha de administrarse en dos aplicaciones consecutivas, una quince días después de la otra, a fin de asegurar, dicen las instrucciones, que se interrumpa de manera definitiva el ciclo reproductivo de las cucarachas: los huevecillos tardan dos semanas en madurar, y es preciso asegurarse que los bichos recién nacidos mueran antes de que su generación crezca y vuelva a infestar la casa. Parece que hay puntos en común entre el modo de empleo del plaguicida y las estrategias del ejército de Israel ante los palestinos, y entre los grupos terroristas árabes frente a la población civil del Estado judío.

Destripar niños a bombazos es más barato que exterminar adultos (porque éstos suelen disponer de más recursos para su defensa) y más eficiente, cuando lo que se busca es exasperar al enemigo y generar una violencia duradera y autosustentable; en esta lógica, lo menos importante es si la bomba es enviada a sus destinatarios a bordo de un helicóptero de alta tecnología o adherida a un ser humano dispuesto a la inmolación. El propósito en ambos casos es que la carga explosiva del artefacto haga ignición y genere una onda de choque lo suficientemente fuerte para provocar, por sí misma, mediante elementos de fragmentación o por el efecto de objetos violentamente movidos de su sitio, una destrucción significativa de tejidos en los organismos que se encuentran alrededor. Y por determinación o por azar, tales organismos han resultado, en una creciente porción de los ataques, humanos en desarrollo.

Muy pocas conciencias en este mundo, salvo tal vez uno que otro fundamentalista de la ecología, se opondrían al exterminio de larvas de cucaracha en casas y departamentos; esa especie de insecto nos parasita, vive a nuestras costillas, contamina nuestros alimentos y es vector de enfermedades e infecciones diversas. Matar niños, en cambio, se ha vuelto repudiable en el curso de la historia. Dicen que los primitivos semitas hacían sacrificios masivos de infantes en honor de Baal, pero eso bien podría ser una calumnia romana contra los cartagineses, quienes descendían de fenicios y también, por lo tanto, de semitas. Herodes I el Grande logró un sitio de infamia en la historia por haber ordenado la matanza de los inocentes en Belén, a fin de frustrar el advenimiento de Jesús.

El escenario de esa historia coincide, más o menos, con la región ensangrentada de Israel y las tierras palestinas, pero ese dato carece de relevancia. Si los niños fueran larvas de cucaracha, el exterminio en curso podría situarse en cualquier vivienda infestada, es decir, en una casa en la que entraran en conflicto la vida humana y la de los insectos. Pero la evidencia disponible indica que ni israelíes ni palestinos pertenecen al filo de los artrópodos; son, por el contrario, homo sapiens, y eso plantea un problema de solución difícil para ambos bandos, para la especie en general y para el imperio de la razón a comienzos del siglo XXI.

28.8.01

Identidad


Una de las ventajas dolorosas de la modernidad, o una de sus desventajas placenteras, es que ha difuminado la esencia de la persona y hoy mismo los científicos trabajan en fórmulas que permitan disolverla por completo. El nombre, el sexo, la nacionalidad y el código genético, referencias individuales que hasta hace poco parecían inamovibles, pueden cambiar con procedimientos quirúrgicos o judiciales cada vez más simples y la perspectiva de resucitar antepasados, o al menos de crear réplicas de ellos a partir de una pizca de DNA recuperado de sus sarcófagos, significa un rasguño en el absoluto de la muerte. A este paso, el tema de la identidad dejará de ser trascendente (como están dejando de serlo la religión, el sexo y la ideología) y se volverá asunto de supermercado. En este nuevo contexto, Martin Guerre, la Papisa Juana y el Hombre de la Máscara de Hierro perderán su poder de evocación y se convertirán en narraciones tan impracticables como lo sería la historia de Ulises y Penélope si en los tiempos de Troya hubiese habido correo electrónico y servicio de larga distancia.

Producir un humano requiere, hoy en día, menos disposición amorosa (o por lo menos, lúbrica) y más hojas de cálculo para estimar el resultado: es dable combinar los espermatozoides de un notario difunto con el óvulo de una lapona distante, implantar el resultado en un útero de alquiler, esperar nueve meses y entregar el producto final a unos padres adoptivos. La criatura crecerá sana y fuerte, y cuando llegue a la adolescencia descubrirá que su identidad de género es contraria a su anatomía, y que si la registraron Luisa en realidad quiere llamarse Federico; si la educaron en la religión hebrea se unirá a los Jews for Jesus, y si creció católica saldrá corriendo en pos de un orisha y rezará en yoruba. Si la madre era hilandera el nene saldrá paracaidista, y si el progenitor tocaba la guitarra la hijita adorará los balances contables, o al revés. A fin de cuentas, la iluminación y la conversión han dejado de ser actos únicos e irrepetibles y pueden adquirirse en paquetes de seis.

En semejante circunstancia resulta invaluable la sabiduría providencial del idioma español, que distingue entre ser y estar, y permite giros y matices definitorios que no son practicables en otras lenguas romances o, en general, indoeuropeas: más a tono con el eterno tránsito personal al que invita la modernidad, los hispanohablantes podrán decir estoy mujer, estoy de derecha o estoy franciscano, sin que ello implique indeseables compromisos de largo plazo.

La incertidumbre, la libertad y la banalidad se han vuelto muy amigas. No está lejano el día en que, gracias a la manipulación genética, un ministro pueda pasar un fin de semana convertido en tortuga y experimentar, en la realidad multimedia, un escenario de hipotética reencarnación: libertad pura. La incertidumbre viene cuando la sociedad se descubre incapaz de distinguir la diferencia entre un funcionario y un reptil quelonio. Pero se trata de una diferencia banal, porque incluso ahora, cuando aún no se ha superado del todo las dificultades técnicas de tales metamorfosis, a una buena parte de los servidores públicos les viene bien la descripción siguiente: “criatura de cuatro extremidades cortas y cuerpo protegido por una concha dura que cubre la espalda y el pecho, dentro de la cual pueden retraer la cabeza, las extremidades y la cola”.

7.8.01

El cáncer de Bánzer


Cáncer y Bánzer son dos de las palabras más feas que puedan concebirse y para colmo resulta que riman. El viejo gorila dimitió a la presidencia boliviana para sumergirse, en Estados Unidos, en una tina de quimioterapia de perspectivas inciertas. Su mutis político, forzado por el clínico, me hace pensar en las paradojas de esos secuestradores de la democracia que luego se sirven de ella para volver al poder público, como Efraín Ríos Montt en Guatemala, quien, con su obsceno control del Congreso, impide cualquier posible credibilidad a la institucionalidad de ese país centroamericano.

Puede pensarse que si Bánzer, tras su dictadura cuartelaria, pudo ejercer por la vía de las urnas un mandato sin más límites que la metástasis, y si el genocida guatemalteco exhibe desde una curul su impunidad ofensiva y exasperante, ello se debe en buena medida a respectivos regímenes oligárquicos en los cuales la democracia no es esencia ni contenido sino puro ornato de república bananera --o minera--; es una interpretación posible, aunque fácil, que culmina en la execración del imperialismo estadunidense o del Fondo Monetario Internacional como las fuerzas de imposición de esos personajes ciertamente impresentables.

Pero tal vez los panoramas humanos de Bolivia y de Guatemala sean más complejos que los autos sacramentales con que alguna izquierda continental tiende a sustituir el análisis, y acaso estos ejemplos de gorilas reciclados a los hábitos democráticos sean, aunque desagrade, expresión de fuerzas y sectores sociales reales, para cuya definición no bastaría la lógica de la lucha de clases: salvo en casos de fraude regular y masivo, que los hay, la aritmética electoral no permite entender por qué la burguesía casi siempre le gana los comicios a la clase obrera y al campesinado.

Por doloroso que resulte, las guerras sucias que en muy distintas magnitudes tuvieron lugar en esas y otras naciones del subcontinente --Bánzer mató, desapareció y torturó a decenas o centenares de personas; las víctimas de Ríos Montt son decenas de miles-- son hechos fundacionales de las sociedades presentes; destruyeron tejidos sociales, se tradujeron en crímenes imperdonables, acabaron con cualquier estado de derecho que hubiese podido existir y expresan políticas públicas atroces que reclaman, cómo no, actos inequívocos de procuración e impartición de justicia. Pero, al mismo tiempo, las dictaduras militares generaron o beneficiaron segmentos de población que ahora sufragan por los viejos verdugos, o que los apoyan en sus cuitas judiciales. Tales segmentos, casi extintos en Chile y en Argentina, siguen vivos y actuantes en Guatemala, Bolivia y posiblemente Paraguay. Son parte de panoramas nacionales mucho más complejos que la lucha entre el Bien de los pueblos y el Mal del imperialismo --o del FMI--, en la versión más actualizada de la pastorela. Para esclarecer los crímenes del pasado, para hacer justicia y para lograr reconciliaciones nacionales serias y sólidas hay que empezar por reconocer su existencia.

24.7.01

La muerte accidental de un activista


No hay forma de saberlo: Carlo Giuliani pasará al olvido en cuestión de meses o su muerte será recordada como la de los mártires de Chicago, o ambas cosas, o ninguna. El gobierno de Silvio Berlusconi la presenta como un accidente de la represión, los globalifóbicos la enarbolan como la prueba del nuevo totalitarismo global y la sangre ya fue limpiada. El sentido común del poder indicaría que no se puede combatir a balazos el descontento callejero, que es menos costoso --en términos políticos-- un policía descalabrado que un manifestante muerto y que en los tiempos que corren la virtud central de cualquier gobierno es la contención. Los detractores del nuevo desorden mundial, por su parte, tendrán que deslindarse de los hooligans.

En el episodio ha podido averiguarse que el movimiento de resistencia global es una ensalada, también global, de malestares y disconformidades que no logra determinar si su principal enemigo es el ministro de Economía de Alemania, el cuerpo antidisturbios de la policía italiana o una lechuga genéticamente modificada; tampoco tiene claro si sus métodos para resistir la mundialización oprobiosa han de ser el incendio de las calles, la movilización no violenta, la programación de código para Internet o la meditación pacifista y vegetariana.

Pero el Grupo de los Ocho (G-8) le gana en confusión a sus detractores. En su conformación no hay criterios lógicos ni coherencia: los siete primeros miembros del club son los jefes de Estado o de gobierno de las siete principales economías nacionales; el octavo, el presidente ruso Vladimir Putin, no representa la octava economía, sino el segundo arsenal nuclear del mundo, con todo y que se encuentre en declive por la oxidación y el achatarramiento acelerado del equipo.

Al término de su reunión en Génova, y después de un muerto, cientos de heridos y varias toneladas de gas lacrimógeno, el G-8 emitió una carta rosa en la que ofrece ponerse a pensar una manera de incluir a la sociedad civil en los debates sobre globalización, promete una limosna de 53 millones de dólares para los países más pobres y anticipa la creación de un fondo --más sustancioso, ese sí-- para combatir el sida. Además, los gobernantes más poderosos recomendaron el envío a Medio Oriente de observadores internacionales, una propuesta saludable para la salud mental de los israelíes y para la subsistencia física de los palestinos, pero que ya fue vetada por los primeros y que tendría que aplicarse también --a la vista del desastre genovés-- a la misma Italia y a los sucesivos encuentros del G-8 en cualquier punto del planeta.

El resto del temario dio lugar a unas confrontaciones de clóset entre los participantes de la reunión. Los globalifóbicos tienen todo el espacio político del mundo para generalizar, especialmente ahora que la policía de Berlusconi les regaló su primer mártir, pero no es lo mismo el capitalismo renano de Schroeder que el capitalismo texano de George W. Bush; el presunto acuerdo sobre juguetes militares entre Washington y Moscú borra los desacuerdos de fondo entre los gobiernos respectivos, y la negativa del primero a aceptar el Protocolo de Kioto es un agravio mayor para sus aliados políticos y económicos europeos.

En la ciudad que se reclama cuna del más destacado (aunque inconsciente) pionero de la globalidad planetaria, la muerte accidental de un activista globalifóbico revela los límites y las contradicciones del variopinto movimiento de resistencia global, y al mismo tiempo ha colocado al G-8 en un papel tristísimo que revela la impotencia del poder: tras reivindicar su derecho de libre reunión, como si fueran unos pobres militantes apaleados y reprimidos, los jefes de Estado y de gobierno de las ocho potencias anuncian su decisión de retirarse a deliberar en la semiclandestinidad de Kananaskis, un pueblo de la provincia canadiense de Alberta. Pero nada garantiza que los globalifóbicos no los alcancen en ese pueblo cuya localización geográfica precisa es materia de especialistas y que bien puede describirse, en consecuencia, como el culo del mundo.

17.7.01

El ajuste y la plaga


El fin del mundo tendría que ser un suceso único y singular, pero en las sociedades latinoamericanas se presenta en forma recurrente, más o menos cada cinco años. Si Juan, el discípulo amado de Jesús, viviera en estos comienzos del siglo XXI, sería doctor en Economía y escribiría sobre la crisis argentina; en vez de referirse al número de la Bestia, el alucinado de Patmos emplearía la expresión --igual de críptica-- de “déficit fiscal” y hablaría de los jinetes de la Recesión, el Desempleo, el Ajuste y la Inflación.

Las escatologías del evangelista (dicen algunos, para desagrado de cristianos y de judíos, que son refrito y recopilación de más antiguos midrashim talmúdicos) han sido vistas como premonición de muchas cosas, pero hoy por hoy nada se parece más al retrato nacional del Apocalipsis que la fuga de capitales con sus secuelas de hambre, muerte, peste y guerra, un fenómeno que se vive y se percibe tan inevitable e inmutable como el delirante fin del mundo según Juan.

Hay la sensación de que el guión está escrito de antemano en alguna parte o que el hoyo negro que se abre en los bolsillos de los argentinos es la expiación de un pecado. Falta por saber cuál: si haber soportado casi una década el neojusticialismo corrupto de Menem o haber votado contra él, el año antepasado, en una movida social que culmina en un gobierno aun más inepto, no menos corrompido, a juzgar por los sobornos a senadores, e igualmente adorador de Domingo Cavallo, quien, para efectos de esta comparación, y si no sonara tan maniqueo y violatorio de los derechos humanos, podría ser homologado con el falso profeta partidario del “dragón, la serpiente antigua, que es el diablo y Satanás”, y a la que hay que “atar por mil años” “para que no engañe más a las naciones” (20:3). Pero el superministro de Economía está tan vapuleado por los acontecimientos fuera de control como cualquier peatón; su desgaste político es inocultable y no le queda gasolina para otro plan de ajuste, el del mes entrante, por ejemplo, cuando el gabinete de De la Rúa se dé cuenta que no basta con que el gobierno ahorre mil 500 millones de dólares en lo que resta del año para sacar al país del abismo financiero.

En lo discursivo el Presidente también mete la pata. Antier desaprovechó la ocasión de colocarse en tono bíblico --la correspondencia entre la austeridad textual y la presupuestal-- y optó, en cambio, por frases desgarradas de telenovela: “Doy la vida por este plan porque estoy salvando al pueblo de consecuencias catastróficas”. Es un alegato de mal gusto y además inverosímil: De la Rúa tuvo año y medio para eludir la catástrofe, pero en ese tiempo hizo cuanto estaba de su parte para propiciarla, y lo logró. El mérito no es enteramente suyo, por supuesto, pero el hombre debiera al menos darse cuenta que las “consecuencias catastróficas” ya son parte de la vida diaria y que el Apocalipsis integra el escenario cotidiano de los argentinos.

Para las sociedades latinoamericanas --y la argentina no es la excepción-- el fin del mundo ocurre cada cinco o seis años, más o menos, y los países se turnan en el bateo del Juicio Final: efecto tequila, efecto samba, efecto tango. El mecanismo que regula esta rueda del infortunio es asunto de Dios, de los extraterrestres o de los capitales internacionales, es decir, está fuera del control de las sociedades afectadas. Los desequilibrios y los consecuentes recortes presupuestales o ajustes ortodoxos se presentan --o son presentados-- con una condición tan inefable como la peste y la plaga de la antigüedad. Son cosas que llegan, arruinan los planes de todo el mundo, abonan la miseria, la inseguridad y el desasosiego ingobernable, y dejan a los países tan patas arriba y tan sin esperanza como los escenarios escritos por Juan en su exilio de Patmos.

3.7.01

El paraguas de Bush


El actual presidente de Estados Unidos revivió este proyecto de su abuelo político, Ronald Reagan, y causó un revuelo considerable del otro lado del Atlántico. El aprendiz de brujo que ocupa la Casa Blanca logró lo que no se había visto en los tiempos del comunismo viejo y de la soberbia independentista francesa: un frente común de los presidentes de Rusia y Francia contra una propuesta de Washington, en este caso, el escudo antimisiles, reedición de la malograda Iniciativa de Defensa Estratégica (IDE) de los años ochenta y que consiste, básicamente, en fabricar un paraguas de alta tecnología contra misiles balísticos.

En tiempos de Reagan la idea podía tener sentido desde un punto de vista estratégico, aunque fuera políticamente contraria a la distensión, porque Estados Unidos tenía enfrente a un rival directo, armado con varios miles de cohetes atómicos intercontinentales apuntados a territorio estadunidense. Era, sin embargo, un proyecto poco realista en los ámbitos tecnológico y económico. El fin de la URSS, ocurrido hace diez años, le dio la puntilla.

Hoy, el escudo antimisiles tal vez no sea una quimera tecnológica o un disparate económico, pero en términos estratégicos es una desproporción paranoica: Francia e Inglaterra no tienen previsto, que se sepa, bombardear la Unión Americana; Rusia ha dejado de ser el Imperio del Mal para convertirse en un imperio de la mafia --uno de tantos-- que ni de lejos constituye una amenaza para Estados Unidos, no sólo porque la rivalidad ideológica y política ha fallecido sino porque los arsenales atómicos heredados de la Unión Soviética son, en su mayor parte, un montón de chatarra oxidada; China no desea lanzar sobre territorio estadunidense misiles nucleares, sino baratijas de a dólar de las que producen masivamente sus campos de esclavos; en cuanto a los actuales enemigos mortales de Washington --Corea del Norte, Irak, Irán, Libia, más el que se acumule esta semana--, ninguno de ellos ha logrado crear bombas atómicas y su desarrollo de tecnología de misiles consiste en jugar con algunos diseños soviéticos de hace medio siglo (como los tristemente célebres Scud de Sadam Husein) que no ponen en peligro más que a las poblaciones de esos países y, a lo sumo, a algunos de sus vecinos más cercanos; el escudo antimisiles no serviría tampoco ante los Estados que entraron por la puerta de atrás al club atómico --Israel, India y Paquistán-- por el simple hecho de que jamás se han propuesto disputarle a Washington su predominio mundial; las obsesiones bélicas de estos tres son meramente regionales.

Pero si el actual gobierno estadunidense persiste en desarrollar el escudo antimisiles este panorama apacible en lo que a amenazas nucleares se refiere podría alterarse de manera brusca, toda vez que induciría a Rusia y a China a retomar la carrera armamentista del siglo pasado y a producir, con poco dinero, artilugios capaces de perforar el paraguas balístico de Estados Unidos: cohetes con ojivas múltiples (MRV) y misiles crucero difícilmente detectables.

Jacques Chirac, Vladimir Putin y el sentido común señalan, con razón, que la manera más eficaz de garantizar la seguridad de las potencias atómicas es persistir en los esfuerzos de desarme y de no proliferación. La Casa Blanca ha decidido romper con esa lógica, y cabe preguntarse en qué medida la determinación refleja los compromisos inconfesos de Bush y de Richard Cheney con la industria militar de su país, y en qué medida es una expresión de la paranoia estratégica del segundo y del machismo texano del primero.

26.6.01

Turistas y migrantes


Ahora los desplazamientos mundiales ocurren en modalidades muy diferentes. Hay que dejar de lado a quienes se trasladan en aviones particulares provistos de jacuzzi porque son los menos y resultan irrelevantes para la estadística. La segunda categoría, la business class, empieza a ser significativa en términos numéricos, pero no tanto como las clases medias iniciadas en el turismo. Los que sean capaces de demostrar ingresos fijos, aunque sean nimios, pueden luego acceder a la indulgencia del visado y al taxi para el aeropuerto; a partir de ese punto, la red de agencias de viajes, tarjetas de crédito, cadenas hoteleras y empresas de telecomunicaciones, entre otras, se encargan de convertir en una realidad insulsa y masificada la promesa de los carteles turísticos en los que las escenas de Londres, Rio de Janeiro, París y Disneylandia, emiten luz propia.

Esas clases medias, incluso si pertenecen a una nación de las llamadas tercermundistas, en desarrollo, pobres, subdesarrolladas y ahora “emergentes” (el término está tan cargado de expectativas y aspiraciones que no parece obra de un sociólogo o de un economista sino de un experto en marketing), ya pueden cenar en La Coupole una vez en su vida, transitar por el Golden Gate en un coche rentado y hasta sobarle la barriga al gurú de la India que se ostenta como la más novedosa reencarnación de Buda. Toda ilusión de cosmopolitismo es dable, a condición de demostrar que uno no va a pasar más de dos semanas fuera y que al término del viaje (el turismo es el opio del pueblo) regresará al trabajo para garantizar las facturas del hotel, los boletos para Epcot Center y el Vaticano y la cuenta de la agencia de renta de elefantes.

Hay, en cambio, quienes se largan del terruño para no volver, ya sea porque hay guerra (como en los Balcanes) o porque no hay trabajo (como en México), o porque ambas cosas (como en Colombia); a esos no se les llama turistas, sino migrantes y no van a conseguir visa en ninguna embajada ni llevan el dinero suficiente para entrar al MOMA ni han visto jamás su nombre escrito en relieve en las tarjetas de crédito, sucedáneo de la inmortalidad de las inscripciones lapidarias.

Esta segunda categoría de viajeros no acude a los aeropuertos, porque no tendría en ellos la menor esperanza de abordar un avión; sus integrantes acuden, en el mejor de los escenarios, a las terminales de autobuses, pero lo más probable es que suban en calidad de polizontes a un medio de transporte que con frecuencia los conduce a la muerte --vagones de tren asfixiantes, furgones de transporte, contenedores de la marina mercante, embarcaciones hechizas y precarias-- o que caminen, caminen y caminen por lugares inhóspitos hasta congelarse o deshidratarse.

Para ellos, el equivalente letal de las agencias de viajes y las cadenas hoteleras son las redes de tráfico de humanos, los mercaderes de trabajo esclavo y los variados zopilotes apostados a todo lo largo del viacrucis.

La diferencia sustancial entre unos y otros es que los primeros son, durante la fugacidad de su trayecto, consumidores de bienes y servicios, así sean baratijas de a dólar y habitaciones de hotel de un cuarto de estrella: forman parte de un mercado a domicilio en permanente exportación que dejará en los puntos de destino cien o diez mil dólares por cabeza y por semana. Los segundos, en cambio, son, antes que nada trabajadores en busca de ingresos, es decir, representan un peligro de erogación para los países a los que acuden; eso es suficiente para que los agentes migratorios echen a andar la imaginación y busquen la manera de que estos viajeros se ahoguen en el mar, se asen en el desierto o se asfixien en furgones cerrados, cuidando siempre que el prestigio del país anfitrión quede libre de toda sospecha de asesinato.

Además de los turistas y los migrantes hay los que llevan la correa de la computadora portátil terciada sobre la corbata o el traje sastre; son menos numerosos que las dos categorías anteriores. Y finalmente, hay quienes se desplazan en avión privado con chef de a bordo, pero ésos son unos cuantos y no alteran la estadística.

12.6.01

Bajas colaterales


Baylee Almon y Timothy McVeigh están unidos para siempre por la relación entre la víctima y el victimario, por el nitrato de amonio, por el pentotal sódico, por el circo mediático y por el misterio de la muerte. La primera falleció el 19 de abril de 1995 en un hospital de Oklahoma City, un día después de cumplir su primer año de vida; el segundo fue ejecutado ayer en la prisión federal de Terre Haute, Indiana, cuando tenía 33 años, y ante un público de 300 asistentes, incluida la madre de Baylee. Ambos fueron, a su manera, depositarios de símbolos y obsesiones clave de la sociedad estadunidense; al parecer, ninguno de ellos llegó a ser consciente de ese papel y creo que ambos murieron en olor de inocencia.

McVeigh es una hechura ideológica típica de la era Reagan: vivió una adolescencia angustiada ante la perspectiva de una invasión soviética o una guerra atómica y almacenó papel de baño, cartuchos de escopeta, garrafones de agua, latas de atún y monedas de oro en escondites a prueba de radiación y pillaje. Su paisaje espiritual era el escenario de Mad Max, con rebaños humanos buenos y rebaños humanos malos, ambos trenzados en una lucha irremediable por la sobrevivencia del más apto. El muchacho, oriundo de Buffalo, NY --el asentamiento industrial más provinciano del mundo--, trató de encauzar en el Ejército sus paranoias existenciales; se enroló en 1988 y tres años más tarde, a los 23, logró ser uno entre el medio millón de héroes estadunidenses que liberaron Kuwait y destruyeron Irak. Al final de la empresa fue condecorado con la Estrella de Bronce y una medalla por Mérito en Combate. Pero la experiencia bélica no devolvió a McVeigh a la realidad sino que lo proyectó más alto en el delirio de la conspiración. Descubrió que el enemigo real era el gobierno de su propio país, vivió la represión de los davidianos en Waco (1993, 80 muertos) como un ataque a la libertad y una conjura comunista, y acabó por enamorarse de las virtudes políticas del nitrato de amonio, un ingrediente para fertilizantes que posee, además, buenas propiedades explosivas. El muchacho de Buffalo decidió iniciar su guerra contra el Estado destruyendo una de las 50 sedes principales del FBI, corporación responsable del asalto al templo de los davidianos y se convirtió, de esa manera, en el primer terrorista que se asomó al espejo de los estadunidenses.

Baylee Almon tuvo 32 años menos de biografía que McVeigh. Su virtud principal era una hermosa sonrisa de oreja a oreja y su tragedia fue haber asistido a la guardería que se hallaba en el edificio federal Alfred Murrah, de Oklahoma City, en donde se encontraban, también, las oficinas locales del FBI. La foto de su cuerpo descoyuntado y en coma, cargado por un bombero, dio la vuelta al mundo el 19 de abril de 1995. Baylee murió horas después del atentado que costó la vida a otros 18 niños y a 149 adultos. La imagen le valió el Premio Pulitzer a un fotógrafo aficionado (Charles Porter IV, quien por entonces se desempeñaba como empleado de banco) y catapultó a la fama al apagafuegos. La madre de Baylee, Aren Almon Kok, es objeto, desde entonces, de una estrecha cobertura mediática. Pocos años después de la tragedia inauguró un restaurante deli a unas cuadras del sitio del atentado, dio al establecimiento el nombre de la niña muerta, consiguió embarazarse y parir a una segunda bebita y actualmente es, además de restaurantera, portavoz de la Protecting People First Foundation, una entidad dedicada a convencer a los estadunidenses de las bondades de materiales de construcción “de alta tecnología” a prueba de bombas y desastres naturales, patrocinada por los fabricantes de tales productos. El pequeño ataúd blanco de Baylee fue depositado en la sección 1, tumba 134, del Kolb Cemetery, en Spencer, Oklahoma, y el recuerdo de la niña se ha convertido en depositario de una cursilería mortuoria de dimensiones nacionales que genera poemas llenos de ángeles y esculpe globos y osos de peluche en el mármol de la pequeña lápida.

Tal vez si los políticos conservadores de los años ochenta no hubieran macerado los sesos de Timothy McVeigh con toda esa basura anticomunista y paranoica, Baylee Almon sería hoy una preciosa niña de siete años y su verdugo sería en la actualidad un ciudadano anónimo, uno más entre ese montón clasemediero que en vez de poner bombas asa carne en la tranquilidad dominical del jardín. Pero hoy la bebé está muerta --junto con otras 167 personas-- y McVeigh es un cadáver repleto de pentotal sódico. A su manera, ambos son bajas colaterales de la guerra fría.

5.6.01

El vivo y el muerto


Hay razones del Vaticano que la razón no entiende: en las postrimerías de su pontificado, Juan Pablo II puso a asolear, en la Plaza de San Pedro, los despojos de su antecesor Juan XXIII. El 38 aniversario de la muerte de quien fuera llamado “el pontífice bueno” parece un motivo débil para someter el cadáver a la veneración o el morbo de los fieles. Tampoco es dable sospechar afinidades secretas entre Karol Wojtyla y Angelo Roncalli que pudieran empujar al primero a los linderos de la necrofilia, porque ambos son espíritus antagónicos y contrarios.

En su papado más bien breve, Juan XXIII exhibió una disposición indiscutible a considerar los anhelos de justicia, libertad y tolerancia que recorrían las sociedades de mediados del siglo pasado. Con esa actitud, emprendió un aggiornamiento formidable de la Iglesia católica, a la que reconcilió con la época, con los seglares y hasta con cultos no católicos y no cristianos. Convocó al Concilio Vaticano II para modernizar hacia adentro y hacia fuera, para ir al encuentro de realidades políticas y de entornos idiomáticos. Juan XXIII fue un modernizador, un reformador y hasta un revolucionario, según algunos.

Al margen de (des)calificaciones ideológicas, Juan Pablo II puede ser descrito, en cambio, como conservador y reaccionario. Es proverbial su afán por combatir y exorcizar la diversidad, el relativismo, la pluralidad, la soberanía individual y la libertad ciudadana que caracterizan --desde el lado positivo, al menos-- algunos de los más importantes desarrollos éticos contemporáneos. Wojtyla no incorpora: sataniza; antes de comprender, confronta; su estilo pastoral de gobernar parece más una cruzada (aunque con las armas modernas del marketing mediático) que una obra pía; diríase que en su balanza pesa más la ira de Dios que el amor divino.

Juan Pablo II es más cercano a la matriz espiritual de Pío IX, el último papa-rey, el pontífice que se aferró, en el siglo antepasado, al poder temporal, satanizó el liberalismo, la democracia y el socialismo, y ahondó las diferencias con los no católicos. Por eso, cuando Juan Pablo II beatificó al mismo tiempo a Juan XXII y a Pío IX, ese ritual fue visto por muchos como un agravio a la memoria del primero. El “pontífice bueno” no tenía ninguna necesidad de que lo pusieran, así fuera post mortem, en pie de igualdad con intolerantes.

Por alguna razón un tanto misteriosa, el domingo pasado se cruzaron en la Plaza de San Pedro un papa vivo y un papa muerto. El sentido de esa ceremonia no necesariamente es inteligible, pero las apariencias tal vez digan mucho. Un dato ciertamente significativo es que, según las descripciones de los despachos de prensa, Juan XXIII lucía mucho más saludable que su sucesor en el trono pontificio. Aquello no sólo expresaba la superioridad estética de quien ha logrado convertirse en todo un cadáver embalsamado frente a alguien que apenas aspira a esa categoría, sino también la percepción general de que Karol Wojtyla está en las últimas y que Angelo Roncalli, en cambio, se encuentra en trance de resurrección. Es un decir, claro está, porque los muertos no reviven; se refiere simplemente a que, cuando llegue el momento de elegir al sucesor de Juan Pablo II, la Iglesia católica tendrá, por primera vez en dos décadas, una oportunidad para modernizarse y acudir al encuentro del siglo XXI; tendrá la posibilidad, en suma, de vivir un tonificante y esclarecedor “momento Roncalli”.

29.5.01

Memoria de los nómadas


La ancestralidad territorial es casi siempre una ficción chovinista y pueblerina, y salvo en una que otra Islandia de excepción, las sociedades contemporáneas están sostenidas en una sedimentación interminable de migraciones y contagios. De no ser por los ires y venires mundiales e incesantes de tribus y de pueblos, Europa seguiría siendo una región de neanderthales y América estaría deshabitada de humanos. Pero ambos continentes son, en cambio, puntos de confluencia para todas las religiones, todas las culturas y todos los idiomas del mundo. Estados Unidos es un ejemplo claro. En el territorio al que hoy damos ese nombre se asentaron los inciertos peatones de Behring, los navegantes escandinavos, los pioneros españoles y los franceses, las víctimas de las persecuciones religiosas europeas, los sajones y los germanos, los negros llevados como esclavos, los italianos y los polacos, los griegos, los chinos, los judíos, los rusos, los armenios y muchos otros. Independientemente de su arribo en calidad de príncipes exiliados o de mercancía humana, los inmigrantes forjaron una nación que hoy guarda tanto parecido con las 13 colonias como el México actual con la Nueva España o la Alemania de nuestros días al Imperio prusiano.

Algunas generaciones después de los éxodos, las causas y las razones de los nómadas pierden toda importancia. El actual secretario de Estado es descendiente de esclavos y su antecesora es hija de judíos centroeuropeos convertidos al cristianismo. La dinastía Kennedy proviene de irlandeses pobres que en la Unión Americana alcanzaron el poder gracias a las actividades mafiosas y a la política. Proyectados a futuro, los genes de algún taxista neoyorquino de origen afgano --nadie más estadunidense-- adquieren la configuración de Presidente.

Hoy por hoy, el grupo gobernante en Washington --compuesto por individuos de orígenes genéticos y culturales anglosajones, mexicanos, cubanos, griegos, africanos, apaches, turcos, y Dios sabe cuáles más-- actúa como si Estados Unidos fuese una isla de pureza a la que es preciso preservar, y no una olla enriquecida con todos los ingredientes de lo humano, y rodea el país con alambradas, detectores de organismos, lanchas patrulleras, radares y guardias fronterizos. Dicho sea de paso, los gobernantes de la Unión Europea se comportan de manera parecida en su recién nacida confederación de diversidades, como si fuera dable definir lo “europeo” sin turcos, magrebíes, latinoamericanos, vietnamitas, chinos y nigerianos. Por culpa de esas políticas, la semana pasada 14 mexicanos dejaron los huesos y el resto del organismo en el desierto de Arizona. Tragedias como ésa ocurren casi todas las semanas en las regiones fronterizas entre México y Estados Unidos, pero también en las aguas del Mediterráneo y en furgones de carga en las autopistas y las vías ferroviarias europeas y americanas. Cada vez que muere un migrante en esas circunstancias se registra una pérdida inconmensurable para la familia remota, pero también para su entorno social de origen y para el país que habría sido su destino. Tarde o temprano se entenderá que esas muertes son mucho más onerosas que la suma de los gastos por los procedimientos forenses y los sepelios.

22.5.01

División de poderes


Tras la era de desregulación mundial que actualmente vivimos, las generaciones que vengan tendrán que emprender la tarea de procurar la separación entre la empresa y el Estado, así como los liberales del siglo antepasado hicieron otro tanto entre el poder terrenal y el espiritual. La semana pasada, en Italia, un señor con fama pública de mafioso y de criminal compró con facilidad, y por segunda ocasión, la primera magistratura, y hasta se dio el lujo de legitimar la transacción por medio del voto ciudadano. Tal vez la clave de la operación sea mediática: Silvio Berlusconi no acudió directamente a la ventanilla de ventas del Estado con un cheque en mano, sino que adquirió, primero, la mayoría de los medios televisivos italianos y una buena parte de los radiales y los impresos, incluido el respetable (y enorme) grupo editorial Mondadori. Con ese emporio en las manos, Berlusconi machacó con propaganda las cabezas de sus compatriotas y logró el voto mayoritario. Ahora los gobernantes de Europa occidental tienen que tragarse la vergüenza, así como masticaron la pena de tener entre sus filas a un austriaco con aliados nazis.

El cuarto poder le sirvió al presunto capo para insertarse en la esfera de los otros tres, por más que en la jugada intervengan, además, un quinto, el del dinero y, según todos los indicios, un sexto: el del crimen organizado. La separación entre el poder público y el poder delictivo es un presupuesto de las democracias representativas, e incluso de las dictaduras. No lo es, en cambio, el deslinde legal entre los cúmulos de control accionario y los cargos públicos, por más que en las democracias representativas se va haciendo evidente la necesidad de obligar a los políticos a un riguroso voto de castidad bursátil y empresarial, de la misma forma en que muchas legislaciones modernas prohíben el ejercicio de la política a ministros de culto y a los militares en activo. Si se lleva esta lógica a sus últimas consecuencias, ¿sería lícito pedir a los informadores una abstinencia partidista?

La segunda llegada de Berlusconi al gobierno implica un casi seguro periodo de impunidad para él y sus socios de la mafia. Pero, más allá de los quebrantos al estado de derecho, el suceso pone sobre la mesa la confusión entre relaciones sociales que debieran ser específicas y singulares: el poder, la información, el comercio. No es lo mismo ser un votante que opta por un candidato que un consumidor que escoge un producto; no es lo mismo un creyente que selecciona un credo que un lector que decide leer un diario en particular, o un radioescucha que selecciona una frecuencia específica.

La lógica de la desregulación neoliberal y el darwinismo económico en boga inducen y alientan una confusión generalizada entre esas relaciones sociales distintas. Preservar la singularidad de cada una de ellas y restituir la diversidad de los vínculos y las actividades humanas implicará, a la larga, el establecimiento de deslindes legales entre unas y otras.

Será todo un desafío hacerlo sin violar garantías individuales como la propiedad, los derechos políticos o la libertad de expresión. El problema mayor de estos deslindes será, con todo, evitar la vuelta a la concepción social de estancos gremiales y sistemas de castas (los guerreros, en el norte; los sacerdotes, en el oriente; los comerciantes, en el sur, y los artesanos, en el oeste) que a estas alturas resultarían intolerables. Pero habrá que implantarlos, antes que Bill Gates se lance a la Presidencia en Estados Unidos, antes que se fusionen el Papado y la Secretaría General de la ONU, antes que cundan los ejemplos ruso e italiano --entre otros-- y la mafia gobierne más países, antes que los canales de televisión remplacen a los partidos, y así por el estilo.

15.5.01

Políticamente correcto


A principios de este mes el Pentágono anunció que está por introducir, en los fusiles de asalto reglamentarios (AR-15) del ejército estadunidense, balas ecológicas con núcleo de tungsteno, en vez de los tradicionales proyectiles de plomo revestido de cobre. Estos últimos, según explican los expertos, provocan graves daños ecológicos debido a que riegan en el suelo grandes cantidades de esos metales. El estropicio es particularmente notable en los polígonos de entrenamiento que posee Estados Unidos en diversos países y continentes para entrenar a sus efectivos militares, los cuales disparan anualmente 200 millones de los proyectiles calibre 5.56 mm empleados en el AR-15.

Esta medida recuerda las disposiciones carcelarias vigentes en la Unión Americana por medio de las cuales se prohíbe a los condenados a muerte que fumen, con base en el hecho demostrado de que, a largo plazo, el tabaco provoca graves daños a la salud y conlleva graves riesgos de contraer cáncer pulmonar y desarrollar enfisema.

Es posible que la decisión del Pentágono obedezca en alguna medida a presiones generadas por los alegatos acerca del presunto “síndrome del Golfo”, un conjunto de síntomas, enfermedades y muertes raras entre las tropas que participaron en la guerra contra Irak y, posteriormente, en la incursión de la OTAN en los Balcanes; a decir de muchos, el fenómeno estaría vinculado con el empleo masivo, en los aviones de ataque de Estados Unidos y de sus aliados, de balas de uranio empobrecido, capaces de penetrar blindajes de tanque, pero altamente contaminantes. Por una operación mental extraña, el discurso antibélico se convirtió en un alegato ambientalista en el que la indignación por la pérdida de vidas humanas perdió su relevancia a favor de la defensa de un entorno limpio.

De cualquier forma, la inminente introducción de las “balas verdes” puede considerarse un legítimo triunfo --uno más-- para el ecologismo de sacristía que recorre el mundo con un éxito feroz y en el cual se sintetiza toda la banalidad de lo políticamente correcto: el mal no reside en la existencia de un aparato de muerte y destrucción masiva como el ejército, sino que éste altere equilibrios naturales inveterados. El problema con los submarinos atómicos no es que lleven en el lomo cuatro docenas de misiles capaces de volar, cada uno, una ciudad de tamaño mediano, sino que se queden varados en alguna profundidad abisal, dejen escapar su ponzoña nuclear y arruinen de esa forma el sistema reproductivo de las anguilas que medran en la región oceánica y que son insustituibles para el correcto desarrollo del universo.

A fuerza de predicar un apocalipsis incierto, ese ambientalismo ha logrado colocarse, en el escenario político y social, como parte integrada y orgánica (no es ironía) del modelo de economía que --nadie lo niega--representa el ogro de la depredación ecológica: capillas certificadoras de limpieza productiva, partidos que no renuncian a utilizar motores de combustión interna para movilizar a sus fieles; organizaciones un poco gubernamentales (oupg's) de matriz europea y estadunidense que pregonan, en el Tercer Mundo, la abstinencia industrial y la contención en materia de emisión de gases; crisoles para integrar la máxima humildad de la especie --no hay mayor avance civilizatorio que la preservación del pato zambullidor-- con la suprema arrogancia de desconocer que las peores catástrofes ambientales del mundo ocurrieron decenas de millones años antes de que aparecieran Monsanto --que, de haber estado en condiciones, habría contribuido a la extinción de los dinosaurios-- y Greenpeace --que, seguramente, la habría impedido a toda costa.

El desafío de esta corrección política, en suma, no reside en evitar o posponer la muerte, sino en asegurarse de dejar tras de sí un cadáver biodegradable y --ahora la insinuación apócrifa procede de esta especie de neocátaros tardíos-- ya la Madre Naturaleza reconocerá a los suyos.

8.5.01

¿De quién es Jesús?


La Suprema Corte de Justicia de la Nación tendrá que decidir, tras el recurso que presentó la semana pasada la Arquidiócesis Primada de México, si existen derechos de reproducción y uso de la imagen de Cristo y, en caso de haberlos, a quién pertenecen. El documento del arzobispado alega que “Jesús Cristo, la tercera persona de Dios, Hijo de María, la Virgen”, es la esencia del “depósito de fe” de la Iglesia Católica Apostólica Romana y, por lo tanto, su “patrimonio espiritual”.

Con ese fundamento, la organización religiosa afirma que el gobierno debe tomar en cuenta la opinión del arzobispado antes de autorizar actos de culto externos en los que se utilice la imagen referida. El interés por “tutelar” la imagen tiene el propósito, agrega el texto, de evitar “cualquier medio donde se induzca a la confusión de las personas físicas o morales”.

Este tema --quién puede y quién no hablar en nombre de Jesús, o utilizar sus imágenes y sus enseñanzas-- debiera ser tratado con extrema prudencia, habida cuenta del batidero de sangre, tripas y carne humana achicharrada que la cristiandad ha provocado con sus cismas innumerables: las peleas por el copyright de Cristo degeneraron, con lamentable frecuencia, en exhibiciones extremas de las actitudes menos cristianas que puedan imaginarse.

Podría pensarse que a estas alturas nadie, o casi nadie, se toma tan en serio su celo religioso como para degollar al prójimo por divergencias de espiritualidad, pero los talibanes afganos y los ortodoxos serbios son prueba fehaciente de lo contrario. Y para no ir tan lejos, a mediados de la década pasada, en la sierra de Puebla, una familia de protestantes fue asesinada a machetazos por sus vecinos católicos.

El diferendo actual puede dejar indiferentes a algunas congregaciones protestantes que toman por idolatría y fetichismo, o casi, el amor de los católicos a las representaciones plásticas de Dios --en sus tres advocaciones-- y de los santos que le acompañan. Pero si se impusiera la lógica del arzobispado, el siguiente paso sería reclamar el monopolio sobre el uso del los evangelios; claro que los rabinos podrían exigir la exclusividad en el uso del Antiguo Testamento y los budistas --suponiendo que tuvieran algo así como un clero-- estarían en condición de perseguir, por violación de patente y marcas registradas, a los vendedores de muñequitos barrigones del mercado de San Juan.

Sería, el anterior, un escenario propicio para la defensa de la fe, con el propósito de evitar cualquier clase de confusión entre distintas religiones y para hacer realidad la metáfora de pastores, ovejas y rebaños.

Pero primero la Suprema Corte tendrá que resolver una pregunta rarísima en la cual convergen la teología y el derecho de marcas y patentes: ¿a quién pertenecen Jesús y su imagen? ¿A la humanidad? ¿A la cristiandad? ¿A la Iglesia Católica? ¿Al arzobispado?