2.11.99

Ecumenismo


Ahora nos vienen ustedes, teólogos luteranos y teólogos católicos, con que siempre sí podrán sentarse a la misma mesa a brindar por el año 2000, con una reunificación hipotética entre el Paraíso del Norte y el Paraíso del Sur y con una homologación de trámites para el visado a tal comarca: resulta que San Pablo le ha ganado la polémica a Santiago y que basta con la fe y la gracia divina para ser salvos, que la venta masiva de indulgencias y bulas es una mera “tradición secular” y no un asunto de Estado.

Ahora nos salen con que Martín Lutero ųese primer ayatola del cristianismoų se habría podido ahorrar todos los manifiestos que pegoteó en las puertas de las iglesias góticas de su hábitat. Ahora el papa Wojtyla ųese otro ayatola del cristianismoų se relame de gusto en la Plaza de San Pedro y celebra la Declaración Conjunta de la Gracia Divina, firmada el domingo en Augsburg por luteranos y romanos, y la llama “una señal de esperanza para Europa”. A lo que puede verse, el Pontífice está tan gaga que 1) Confunde el planeta con el viejo continente (como si por culpa de la rivalidad entre protestantes y católicos no hubiese corrido sangre, también, en puntos tan distantes a Cracovia como Villahermosa y Pernambuco, entre muchos otros), y 2) Le atribuye a esa sanación de heridas históricas una trascendencia en el contexto contemporáneo. Allá él: frente al Tratado de Maastricht, la Declaración de Augsburg no tiene ninguna importancia. Las casas reales europeas investidas de poder se llaman hoy, socialdemócratas y democristianos, no habsburgos o capetos.

Esta celebración del encuentro ecuménico es un tanto ofensiva, porque la rivalidad entre los seguidores de la gracia divina y los partidarios de los buenos actos no sólo floreció en la literatura y en la pintura. “Por no comer la carne sodomita/ de estos malditos miembros luteranos,/ se morirán de hambre los gusanos/ que aborrecen vianda tan maldita”, versificaba, implacable, Quevedo, mientras Van Dyck y Velázquez pintaban las grandes batallas en las que España dilapidó el oro y la plata de América, Alemania resultó arrasada y Francia quedó, a la postre, y gracias al talento malévolo de Richelieu, como la potencia emergente. Las necedades teológicas de unos y otros fueron pretexto para una de las más grandes masacres sin bando bueno de la historia, en la que centenares de miles de personas se fueron al otro mundo sin saber, a ciencia cierta, si serían aceptados allí: en los campos de batalla y en el destazadero de San Bartolomé no había mucho margen para pensar si se tenía la gracia divina o para repasar las buenas obras, si la fe había sido robusta en suficiencia o si se tenía actualizado el estado de cuenta de las indulgencias.

Hoy es el Día de los Fieles Difuntos. Ahora ustedes, teólogos y clérigos de uno y otro bando, harían mejor en pedir perdón silencioso en nombre de sus antecesores a todas esas víctimas. No nos vengan, después de todos estos siglos y después de todos estos cadáveres, con que el asunto no tenía importancia. Tendrían que abstenerse de recordar aquella idiotez sangrienta. Mejor harían en guardar silencio. *

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