4.5.99

Joaquín y los Balcanes


En su Nicaragua natal de la que nunca salió, aislado del mundo pero informado de su acontecer, Joaquín Pasos descubría en los saldos de la Segunda Guerra Mundial la confirmación de que, después de tantos siglos de conflictos bélicos, ríos de sangre, montañas de muertos y cordilleras de escombros, "sigue fiel el amor del cuchillo a la carne" (Canto de guerra de las cosas). Si ahora estuviera vivo, tal vez escribiría otra imprecación de largo aliento para mentarle la madre a Dios por la violencia de los Balcanes. En estos días pienso mucho en ti, Joaquín, hermano desconocido y remoto, tan contemporáneo en tu visión horrorizada de la guerra, tan lúcido en tu percepción de la tecnología de la muerte.

Entonces, ¿en verdad no ha cambiado nada desde la cintura del siglo hasta nuestros días de inminente cambio de milenio? ¿Son, la barbarie y la destrucción de nuestros días, en todo semejantes a las de hace cincuenta años? Me parece que no; que, a pesar de las víctimas civiles de Serbia y Kosovo, a pesar de la necedad y la frialdad de los dueños de la OTAN y de Milosevic, los peores excesos de violencia bélica de hoy nos colocan ante la evidencia de un vasto desarrollo ético, político y jurídico que ha tenido lugar, precisamente, en la segunda mitad del siglo.

Emprender un ejercicio de optimismo en torno a la guerra de los Balcanes puede parecer desalmado y cínico. Pero entre el bombardeo de Nagasaki y el de Belgrado, entre la solución final de los nazis y la limpieza étnica emprendida por el gobierno serbio en Kosovo, hay más que diferencias cuantitativas.

En la Alemania de los años cuarenta el antisemitismo tenía carta de legitimidad; era, incluso, lo que llamaríamos "políticamente correcto". Y cuando Estados Unidos entró al conflicto, matar alemanes y japoneses --todos los que se pudiera-- incrementaba el capital político de Roosevelt, de Truman y, posteriormente, de Eisenhower. En las postrimerías de la guerra, la aviación aliada (pero principalmente la estadunidense) bombardeó durante dos días y dos noches, sin parar, la ciudad de Dresde. La destrucción y la mortandad (cientos de miles de habitantes) fue mucho más abultada que en Hiroshima, pero pasó casi inadvertida. Era una acción innecesaria desde cualquier perspectiva táctica o estratégica; simplemente, había que matar a muchos alemanes. A los gobernantes de Berlín, por su parte, no se les pasó por la cabeza deportar de Alemania a los judíos (y a los gitanos, y a los comunistas, y a muchos otros grupos). Les pareció más rentable matarlos en masa y aprovechar la grasa de los cuerpos para hacer jabón y el oro de las dentaduras para financiar al Estado, con la amable y neutral colaboración de los banqueros suizos. Cuando el alto mando de Washington decidió lanzar bombas atómicas sobre dos ciudades de Japón, no sintió temor de causar "daños colaterales". Más aún, el propósito era justamente provocar bajas civiles.

Hoy, la OTAN no puede proponerse, simplemente, matar al mayor número posible de serbios. Cuando falla el sistema de guía de alguno de los proyectiles occidentales que caen en Yugoslavia y se provoca una matanza de inocentes, los gobiernos aliados experimentan un severo desgaste político entre sus propios ciudadanos. Cada tercer día, Clinton declara que no odia al pueblo serbio. Cada tercer día, Milosevic asegura que su lucha no es contra los albaneses sino contra los terroristas del Ejército de Liberación de Kosovo.

Al contrario de lo que ocurría en los años cuarenta, ningún Estado y ningún gobernante --ni siquiera Milosevic, ni siquiera Sadam, ni siquiera Clinton-- tiene hoy margen político para lanzar una propuesta de genocidio, y mucho menos de aniquilación masiva y total de un grupo humano. Los esbirros de Belgrado han perpetrado matanzas de kosovenses albaneses, pero no pueden plantearse exterminarlos a todos. Queman las casas de ese pueblo, violan a muchas de las mujeres, disparan contra muchos de sus hombres, pero una solución final está más allá de sus posibilidades, y no precisamente por falta de medios de muerte sino porque lo impiden los mecanismos civilizatorios (incipientes, imperfectos, embrionarios, exasperantes) de contención y de mediación logrados desde el fin de la Segunda Guerra Mundial: organismos, leyes y acuerdos internacionales, atribuciones de las sociedades civiles, creciente interdependencia y fortalecimiento generalizado de valores éticos universales orientados a la paz, a la preservación de la vida y a la convivencia entre seres diversos.


Lo anterior no atenua la atrocidad del bombardeo diario ni de la expulsión masiva y el exterminio selectivo. Pero, querido Joaquín Pasos, en medio del sufrimiento civil y el derrumbe de las máscaras políticas, y así sea con el afán de restaurarlas --bendita sea la hipocresía si frena en algo a la muerte-- en estos cincuenta años --el lapso de tu ausencia-- algo se ha enfriado el amor del cuchillo a la carne.

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